19.1.06

VIDA ETERNA




VIDA ETERNA

Dios se asomó muy temprano a su balcón celeste y enfocó el sol
sobre la tierra un poco antes de la hora, causando cierto
desconcierto entre los empleados municipales de limpieza,
sorprendidos con las mangas en la mano.
Nadie salvo él podía saberlo,pero se cumplían cien mil años del
turbio episodio del Paraíso Terrenal, cuando aquella pareja de
desvergonzados se le había comido las manzanas. No tuvo más remedio
que castigarlos, no por la fruta, sino por estupidez manifiesta: ¿no
habían llegado a pensar que, comiéndoselas, podían ser dioses?
Tamaña tontería hizo comprender a Dios que el hombre necesitaba
madurar un poco más y, de generación en generación, ir afilando
aquella roma inteligencia de entonces. Por eso instauró la muerte,
para que la selección natural perfeccionara los tristes sesos de la
primera pareja.
Cien mil años de evolución, en efecto, hicieron que los hombres
dejaran de pensar que las manzanas los divinizarían y decidieran que
eso sólo se consigue poseyendo unos papeles impresos. Era, pues, el
momento de restablecer los parámetros originales: ni enfermedades ni
muerte ni trabajo: enderezó el eje del mundo para que el clima fuese
primaveral y que las cosechas brotaran espontáneamente.
-El hombre -dijo Dios a la Naturaleza, que aguardaba órdenes-
vivirá para siempre..
Cinco minutos después los enfermos pedían la baja en los
hospitales; los moribundos y desahuciados corrían por los pasillos
como chiquillos; los parapléjicos hacían cabriolas y los provectos
ancianos, recuperado el vigor de su juventud, perseguían a sus
enfermeras mientras les hacían proposiciones.
Para entonces, en lo alto de cada campanario y cada minarete del
planeta, un ángel comunicaba la buena nueva: Ni muerte ni
enfermedades, para empezar. Y ciertos interesantes complementos:
parto sin dolor para todas las señoras y, por supuesto, nada de
ganarse el pan con el sudor de la frente. Órdenes del Señor.
Sólo diez minutos después comenzó la más tumultuosa sesión de las
Naciones Unidas. ¿Es que Dios -decían los representantes de la
humanidad- se ha vuelto loco? Si no muere nadie la tierra estará
superpoblada en menos de quince años. Si todo el clima es igualmente
bueno, ¿quién hará turismo? Y si no trabaja nadie, ¿qué valor tendrá
el dinero? ¿Qué pasará con las empresas? ¿Quién fabricará los
cohetes y los sacacorchos?
La sociedad humana se tambaleaba sobre sus cimientos y los
políticos sobre sus pies. Ellos comprendían que la historia
retrocedería al paleolítico, al nomadeo. Puede que la gente fuera
más feliz y más libre, pero, ¿qué iba a pasar con los Estados, con
los bancos, con los médicos, con los Tours Operators, con los
fabricantes de medicinas y, por supuesto, con los gobernantes?
-Dios se ha equivocado. -dijo el Presidente de las Naciones
Unidas, respaldado por todos los Jefes de Estado y por el señor
Rockefeller.- No va a haber más remedio que hacer sorteos para
elegir a los doscientos millones que tienen que morir cada año, y a
los tres mil que, pase lo que pase, han de trabajar ocho horas
diarias para mantener viva la civilización.
-¿Qué? -dijo el pueblo mundial, sintiendo cómo burbujeaba su
sangre.
Y, naturalmente, estalló la mayor matanza de la historia
mientras Dios comentaba con sus arcángeles:
-Habían llegado al grado de tontería necesaria para no distinguir la Vida Eterna del fin del mundo. Hay muchas maneras de desollar un gato.
Arturo Robsy

6.1.06

EL COLGADO




El Colgado

Colgaron al Chino en la hacienda española. Quería llevarse una vaca y los hombres estaban alterados. Aquí hay siete millones de vacas, muchas más que hombres, y ninguna para el Chino. El español lo descolgó por obra de misericordia. El español había venido de otro mundo más viejo y trabajaba para una gran compañía extranjera que exportaba semillas y dólares. Además, tenía muchas reses en las dos mil hectáreas del Alto Paraná, próximas a Itaipú. Lo vigilaba todo en avión, porque los negocios hoy tienen alas, pero no fue él quien vio al Chino. Fueron los hombres.

‑Rellena pollas. ‑le dijo el español cuando Chino volvió a poner los pies en el suelo.‑ Si te toca, compras la vaca.

‑Vete a coger. ‑respondió el ahorcado. Pero agradecía.

El cuello, aunque quedó más largo, le dejó de doler pronto. Otras cosas, no. El sábado había llegado al rancho muy tomado y lo pegó la mujer. El domingo, mientras las ideas regresaban, arrastrándose, a su cabeza en brumas, lo echó la hembra. Así el Chino vagó el lunes. El martes, andando lejos, vio la vaca y la cogió. Un instinto de soledad o un dolor de mal cariño enconado.

El Chino, sin casa y sin familia, no se quejaba de la cuerda. Ni de la mujer. Era él, que no tenía una misión en la vida. Era él, que no sabía estar solo ni estar siquiera. Su abuelo nació para morir en la Guerra del Chaco. Su padre, para construir Ciudad Stroessner y padecer de la tuberculosis en un hospital de caridad. Él, para que le echaran del ranchito después de que le pegara la misma mano que lo tocaba cuando la noche valía. A veces.

La vaca le pareció una buena idea. El Chino ‑se dijo‑ tendría vaca al menos. Le hablaría bajo las estrellas y mirarían juntos la Cruz del Sur. Las reses escuchan y callan mientras aguardan a que las destacen y las asen en el quincho. Las reses nada dicen si uno, en un descuido, vuelve tomado a la casa y con la lengua de trapo.

El Chino, con su misión en la vida, fue otro hombre. Gastó los pocos guaraníes en una cuerda y empezó a colgarse todos los días. Además, pendiendo del cuello, se sentía muy hombre. Se le abultaba la hombría y le hacía cosquillas pidiendo entrar en la muerte. Más que la mujer sargento.

Cuando el alma se le iba y todo él era un vahído, soltaba y se quedaba echado, pensando, mientras veía estrellas falsas, luceros negros y blancos que sólo bailaban en sus ojos sin sangre y torbellinos del fuego del infierno.

Cuando estuvo listo, entrenado para concurso de vida o muerte, volvió a la hacienda española. Hurtado a los ojos, dio con la vaca. La misma. Ni era bella ni era fea, pero la había elegido el Chino para librarla del quincho.

Lo colgaron otra vez. Los hombres eran muy hombres además de tener buena vista y hacían las cosas rápidas para después sentarse, echando un cigarro, a ver lo que pasaba. Además, sabían que el Chino aguantaba la soga como nadie.

Esta vez el español tardó más. Una hija que pasaba a caballo lo avisó y de nuevo bajaron al cuatrero tozudo, justo cuando veía todos los luceros del universo y una Cruz del Sur muy grande que lo llamaba a los cielos negros.

‑¿Cómo te llamas? ‑dijo el español, admirado.

‑Chino.

‑¿Y por qué quieres esa vaca?

‑No tengo mujer. ‑respondió, convencido que explicaba suficiente.

‑Ya.

El español, lejos de su tierra, procuraba no meterse en la psicología del Alto Paraná. Le bastó con saber que el Chino no tenía mujer y se obstinaba en robarle una vaca. Una sola. La misma. Nadie sabe lo que son los amores a primera vista en la llanura.

‑Toma mil guaraníes. ‑dijo. Era hombre bueno y admirado que veía el corazón del Chino y se imaginaba que era desgraciado porque lo veía pequeño, solo y con el cuello irritado.

Se equivocaba: el Chino no era nada salvo una idea tozuda: la vaca. No sabía por qué, pero sentía que debía llevársela y correr con ella aquel mundo difícil que no valía la pena entender.

Siguió colgándose y asomándose al universo mientras toda la sangre hirviente le bajaba a las ingles. Luego soltaba, caía y meditaba. Veía círculos y espirales, bolas de fuego y plumas de ángel, y le gustaba. Muerte en Cinemascope.

A la tercera lo colgaron sin mala fe, sólo para ver como aguantaba. Tenía la habilidad de tensar el cuello y no menearse. Quizá ni respiraba. Se estaba a plomo y aguardaba, porque sabía que no podía pasarle nada ahora que tenía una misión.

‑¡Coño con el Chino! ‑suspiró el español cuando lo bajaron muy rojo y quieto.‑ ¿La misma vaca?

‑Sí, patrón. Hay amores que matan. Bueno, que matarían si éste no fuese así como es.
El español, aunque serio de cara, se divertía con la obsesión del hombre y hasta se le ocurría un experimento psicológico:

‑Si agarras otra, te la regalo.

‑No. ‑negó el Chino.‑ Ha de ser esa.

‑¿Por qué?

El ahorcado no sabía pero, como lo preguntaron, dijo una respuesta:

‑Porque la he elegido, patrón, Yo solo la he elegido. Si cojo otra, elige usted y volvemos a estar en las mismas.

El Chino recién comprendía: siempre le vivieron la vida; le eligieron la vida. Pero no más. Tirando de la vaca hasta que lo colgaban no era un desgraciado sino un hombre leal con sus manías.

‑Toma dos mil guaraníes. Y no vuelvas.

‑No los quiero.

El español, que era de misas a pesar de ser de lejos, sonrió con calma. No se enfadaba porque pensaba que el Chino estaba loco:

‑De todas formas, agárralos, y hasta la próxima.

El Chino venía a la hacienda española los martes y lo colgaban. Pero como si nada. Los hombres apostaban entre ellos con él en el aire, rodeado de brisa y a la sombra del árbol. Tenía fibra. Cuando lo descolgaban lo invitaban a tomar y a tabaco.

‑Quien la sigue, la consigue. ‑dijo el español, que no quería que hubiera desgracia. En una, al Chino se le saltaría la lengua y la vida se le escaparía con un gran chorro de semen.‑ Llévate la vaca. Tu vaca.

‑No, patrón. ‑dijo el hombre cuando pudo hablar. La voz, con los sucesos, se le iba volviendo como la piel de lija.‑ Es cosa de ella y mía. De usted, no. No sé explicarlo porque es un asunto interno.

Antes de seguir, metió manos en los bolsillos:

‑Y no quiero más guaraníes. Si paga a un cuatrero, mañana no le quedarán más reses.

Muy orgulloso, dio la espalda.

‑El jueves que viene ‑advirtió el patrón a la gente‑ que haga lo que quiera. No lo colguéis más, por Dios, que es un loco.

‑No es un loco. ‑respondió un encargado.‑ Quien sabe qué es. Pero no un loco.

Y el jueves el Chino se llevó su vaca. La pasó por las calles y la metió en el cuarto donde la mujer se comía la cena.

Estaba preocupada. Cuatro semanas de ausencia eran muchas para el Chino. Ni siquiera reparó en la vaca: le echó los brazos y lloró un poco.

‑La vaca. ‑insistió el Chino. ‑ La he ganado.

‑¿Y qué quieres hacer con ella?

El Chino pensaba cuando era necesario. También entonces vio el mundo transparente y claro: la mujer había llorado mientras lo abrazaba. La que le golpeara antes, lloraba ahora. Siempre loca.

‑Ya está hecho todo. Sólo hay que esperar al jueves.

A la hora del almuerzo el español comía con su familia en el quincho del jardín. Uno les servía con guantes blancos. Bebían limonada y vino. Por la hierba cortada, bajo el emparrado, llegó el Chino. Las gente de la hacienda lo seguía para ver la historia.

‑La vaca. ‑dijo. Y le dio el cabestro al español.

El patrón no entendía. No podía hacerlo, pero eso no importaba al Chino.

‑Me vas a perdonar, pero no comprendo.

‑El otro jueves me abrazaron y lloraron. Nunca me habían llorado.

‑¿Por la vaca?

‑O por mí. ¿Quién sabe?

Y al Chino no lo vieron más por la hacienda española. El sábado María lo golpeó de nuevo, pero el hombre, tomado como nunca, sonreía como un niño muy querido.

Arturo Robsy

5.1.06

LA SOLEDAD DE PEPE


LA SOLEDAD DE PEPE
(Hucha de Plata en el Concurso de las Cajas)

José Álvarez Alto era, sin duda, Álvarez, pero no alto estrictamente. Tampoco era buena persona. Usaba navaja para limpiarse las uñas y otros quehaceres y, cuando no bebía en la tasca o discutía agriamente con cualquier próximo, se ganaba la vida sirlando.

Sirlar es un arte que necesita nervios de titanio, mala cara y, obligatoriamente, un fierro. Un fierro es una pistola o revólver. Si se tiene buena entraña, puede estar estropeado. Si uno es precavido, mejor que funcione, porque a veces los ciudadanos no se dejan sirlar, o sea, se defienden, malditos sean, llenos de apego a los bienes materiales.

Pero José Álvarez Alto, (a) Pepe, era de mala sangre. Sirlaba a amigos y enemigos. Con entusiasmo. Luego, cuando cogía un mal extraño que él llamaba la mona, rompía billetes o los quemaba mientras profería maldiciones que le pintaban bravo.

Un lunes en que no debía de tener la cabeza despejada de la última mona, le dejaron seco al lado mismo de la Telefónica. De espaldas contra la pared, plegado, quedó caído Pepe con los ojos abiertos, una mano en el pecho, por debajo de la cazadora vaquera, y la otra, palma al cielo, sobre los mismos gunguis, como él llamó en vida a los atributos que le habían hecho el terror del barrio. Muerto y todo miraba mal, el condenado.

Ajena a los problemas del caído Pepe, Madrid se desperezaba y, en forma ya, ponía en marcha sus grandes motores para bombear miles de gentes por las calles. José Álvarez Alto, una mano en el pecho y otra sobre los gunguis, las contemplaba con sus ojos ciegos, amorugado en un silencio que ya no rompería y envuelto por los ruidos de la humanidad con prisa.

Un joven estudiante, que venía de su pensión de la calle de La Luna y se disponía a dar una metida a su asignación recién llegada de provincias, miró la mano abierta sobre los gunguis del caído Pepe y pensó fugazmente en los marginados feísimos que fabricaba el capitalismo. Para librarse de la visión le puso veinte duros relucientes en la palma y corrió en busca del blanco con limón que le quitara el sabor triste de la boca.

-¿Quiere tirarme? -le gritó un apresurado, después de tropezar en las piernas recogidas, ya del todo inútiles para José Álvarez Alto. En vida hubiera respondido a eso con un puntazo de navaja

En cambio sólo consiguió derrumbarse un poco más sobre la acera. Como había caído de madrugada, el rigor mortis le tenía ya hecho un cuatro, fijos todos los goznes.

-Ese señor es muy feo. -dijo el niño, después de contemplar al natural los restos del caído Pepe.

-Calla, niño. -pidió la madre, buscando una moneda con la que desagraviar al mendigo.

Cuando se la ponía en la mano, comprendió: había pasado a mejor vida, porque ninguna podía ser peor que la que le dejó así. Por un momento la mujer pensó en pedir auxilio, pero miró a su hijo: no quería que contemplara la muerte tan en directo. Además, ¿quién sabía si tendría que ir a comisaría a hacer declaraciones?
Dejó los cinco duros en la mano abierta y se alejó en silencio. Desde luego, no rezó por lo que un día fuera el alma de Jose Álvarez Alto, desencarnada de madrugada.

Mientras el sol del verano calentaba, sus restos mortales, forzosamente impasibles, tuvieron que soportar muchos juicios apresurados sobre su actual estado:

-Menuda curdela tiene éste, tan temprano.

-No creo que saque gran cosa con ese aspecto. No da pena; da miedo.

Otros, hechos al medio ambiente, distinguían los ojos vidriosos y no tenían duda de que el caído Pepe se había chutado y, mientras se le pasaba, aprovechaba para ganarse unos cuartos con las limosnas.

También podía tratarse de un truco publicitario, se dijo Alfredo, cuarentón y yupi. Un tío haciéndose el enfermo y las cámaras captando la falta de solidaridad de hombre urbano. Homo homini lupus, como todos sabían. Alfredo, en cambio, saldría muy humano en la tele, con mucha imagen, de manera que le dio suavemente con el pie en la rodilla:

-¿Se encuentra mal?

Ni bien, ni mal. Lejano. Quizá el espíritu de Pepe revoloteara por el entorno, pero no se manifestó. Esto obligó a Alfredo a acercarse un poco más. Se apoyó en su hombro:

-¡Que si le sucede algo!

Como para demostrarlo, el cadáver volcó, quedando echado de lado y dando un buen susto al samaritano. Alfredo consideró que ya había demostrado suficiente amabilidad por aquella mañana, miró en torno y partió hacia sus modernos quehaceres.

Muy poco después alguien, borroso y escurridizo, se hizo con las ciento veinticinco pesetas que había recaudado el muerto y se quitó de en medio, en busca de una cerveza.

Dos policías de barrio pasaron por allí, intentando no sudar al sol más que lo necesario. Bien claro estaba que no se podían llenar las comisarías con indigentes, ¡qué más quisieran! Si aquel ciudadano había decidido echarse un sueñecito sobre la acera, a pesar del ruido del tráfico, muy probablemente no estaba contraviniendo ley ninguna.

Ya de noche, el caído Pepe empezó a descomponerse. Fosforescía levemente en la oscuridad. Un halo verde dulcificaba sus rasgos de mal hombre y daba al entorno un aire de prodigio.

-Ya huele. -dijo el basurero, insensible al encanto de la imagen.- Está tieso como un poste.

De manera que le sentaron en el estribo trasero del camión y siguieron cargando las basuras hasta pasar por la comisaría.

-No tenían que haberlo tocado. -les regañaron.- Sólo los jueces pueden levantar un cadáver.

Los dos empleados de limpieza llevaban al caído Pepe a la sillita de la reina y no estaban muy dispuestos a discutir legalismos.

-¿No querrá que lo devolvamos allá? -preguntaron. Aquello podía hacerlo el juez, si tenía el capricho.

Lo sentaron en una silla. Las rodillas levantadas hacia la nariz. La luz de neón convertía la fosforescencia en una especie de bruma en torno a los ojos de José Álvarez Alto, difunto que aguardaba la resurrección de la carne.

La ciudad, poco a poco, cerraba sus compuertas. Los hombres entraban en el sueño lentamente. Debido a la iluminación, no era posible ver estrellas desde las calles: sólo farolas.
El alma de Pepe, muy lejos, meditaba. Dondequiera que estuviese, le iba a ser muy difícil sirlar. Y otra cosa no sabía hacer, salvo brillar suavemente en la noche.

Entre los guardias.

Arturo Robsy

EN UN VUELO

EN UN VUELO

Wenceslao daba besos a las ranas. En realidad daba besos a todos
los batracios, pues no distinguí­a muy bien a las ranas de los sapos.
Los perseguía infatigablemente y, una vez acorralados, lo scogí­a con
cuidado y los besaba en su boca de buzón, sumidero de libélulas.

De todas formas, no eran muchas las ranas ni muchos los sapos que
conseguía besar, pues Wenceslao era ente de ciudad. Aún así había
pillado a varios de vez en cuando.. El primero, a los siete años,
cuando estaba con la reciente impresión del cuento aquel en que la
rana resultaba príncipe encantado.

El bichejo quedó quieto y perplejo a los pies del niño Wenceslao
después del tratamiento por osculación. Desde entonces Wenceslao
creyó tener mano con las ranas y consideró que esta práctica del
boca a boca era una suerte de quiniela en la que -¿quién sabe?-
podía ganar una princesa, un castillo o, al menos un caballo blanco.
Veinticinco años después no había cambiado de opinión, aunque
era, en todo lo demás, un hombre normal, es decir, normalizado,
redactado en vulgata, con márgenes muy pequeños en el blanco folio
de los sueños. Prefería que la gente no supiera que besaba sapos y
ranas porque hoy a todo se le da un giro sexual.
Así estaban las cosas el verano en que Wenceslao atrapó a su
decimotercer sapo, que no fue sapo ni rana, pero tampoco princesa,
hada o caballo blanco. Era un enano, un Puk de Shakespeare o de
Kipling, gnomo, elfo, geniecillo o cosa así. Desnudo como una fruta
y agradecido como conviene a la tradición:
-No sé -le dijo- cómo tienes estómago para besar a un sapo, pero
gracias de todas formas.
Wenceslao también estaba muy contento porque, de repente, el
mundo mercantil y político, el mundo industrial y encadenado, era
menos real o, quizá no era toda la realidad creíble. Si le había
salido un enano del batracio, nada se oponía a que, a la próxima, le
tocara una princesa doncella con castillo o, al menos, el caballo
blanco, cartujano a ser posible.
-Debes de ser un buen hombre. -dijo el enano después de
observarle un rato.- Los malvados tienen caprichos menos inocentes,
de manera que te voy a hacer un don mágico, pero tiene que ser A).-
Algo que no te sirva para comercial. B).- Algo que no te sirva para
destruir. Y, C).- Algo que tenga que ver con tus sueños.
A Wenceslao le dio no sé qué pedir una princesa, cosa del pudor o
de la timidez, aunque también pensó que un enano tan pequeño
difícilmente las tendría en existencia. El caballo, en cambio, sí
que serviría para comerciar, y no digamos un castillo. Se acordó de
un sueño en el que él nadaba por el aire y se decidió:
-Quiero volar,. -dijo.
-Bueno. -respondió el enano. Y se escondió definitivamente entre
unos matorrales.
Luego resultó que le habían concedido unas alas de tercera, de
chico de los recados, y que no volaba más que a quince o dieciséis
kilómetros por hora, pero Wenceslao se conformaba con poco y estuvo
encantado de revolotear como un jilguero, cuidando de no subir muy
alto por si en algún momento fallaba el sortilegio.
Casi todos los hombres han volado, como demuestra el número de
agencias de viajes, pero todo los hombres han soñado con volar de
otra manera, como quien nada, riéndose y sorprendiendo a los amigos,
explicándoles que es muy fácil, que basta con mover así las manos.
Después de lo del enano era, en efecto, muy fácil, como si el aire
todo fuera un ligero plumón o un mar respirable y seco. A barlovento
convenía cerrar la boca pero, volando a sotavento, todo era calma y
silencio y se podía cantar muy bien.
Alegremente enredado en sus experimentos, Wenceslao se echaba en
el aire como en su cama o se ponía al pairo con los ojos cerrados,
meciéndose en la brisa al mismo compás que unos chopos cercanos. Así
jugueteando, se encontró en las proximidades de la ciudad, a ocho o
diez metros por encima de otros mortales que empezaban a saludarle
en alta voz y a señalarle con el dedo. Un niño trató de acertarle de
una pedrada pero, gracias a Dios, la piedra era muy chica y el brazo
muy corto aún.
El pito de un guardia terminó de volverle a la realidad. Dio
varios bandazos al descubrir a tantos cara al cielo, cara al sol,
con las manos por visera y las bocas abiertas en la sombra.
-¿Qué hace usted ahí? -le gritó el guardia, como si no lo viera.
-Vuelo. -respondió Wenceslao con precisión.
Aquí empezó su calvario, porque el guardia se puso a tocar el
pito, empeñado en que bajara para enseñarle su documentación,
incluido el permiso de conducir.
-Esto no basta. Usted vuela, de manera que, ¿dónde está su título
de piloto?
-No tengo. No conduzco ningún avión: sólo vuelo.
-¿Ah, sí? ¿Y me quiere hacer creer que vuela sin ningún aparato?
-Habrá descubierto la antigravedad. -dijo uno de los curiosos,
lector de ciencia ficción.
No llegó a mencionar al sapo besado ni al enano de las mercedes,
porque una cosas es ir a parar a la comisaría y otra muy distinta es
dar con los huesos en el manicomio.
El guardia llamó al cabo, el cabo al policía nacional, el
sargento nacional al inspector, éste al subcomisario y, al final, el
comisario tuvo que atender al negocio del hombre volador, que ya
tomaba proporciones de tumulto.
-Usted no es piloto. Hasta para volar alas delta hace falta el
título de vuelo sin motor. Todo legal. Además, hay zonas especiales
donde hacerlo: carreteras aéreas, pasillos... ¿Por qué cree que
existen los controladores? ¿Quién le dice que no estaba en el camino
de algún avión, a punto de provocar una catástrofe?
Wenceslao decía que él no, que él era un recién llegado a la
aviación, lo cual excusaba su ignorancia. Simplemente creyó
inofensivo volar tan bajito.
-¿Qué clase de aparato usaba? ¿Quién se lo vendió? ¿Dónde lo
había dejado?
El guardia del pito y los testigos dijeron que no llevaba aparato
visible y el de antes volvió a mencionar la antigravedad.
-Tiene que ser el cinturón. -indicó otro policía.
Pero el cinturón era una tira de cuero negro y algo sobado,
descolorido ya, que pocas virtudes parecía esconder. Las sospechas
no tuvieron más remedio que tomar otro camino:
-¿Está usted seguro de que este hombre volaba? -preguntó el
comisario al municipal.
El tumulto que siguió, entre juramentos y desconfianzas, lo tuvo
que solucionar el propio Wenceslao, revoloteando por la sala
mientras explicaba, como en sueños, lo fácil que era aquello. A
gritos le obligaron a aterrizar, porque el comisario era hombre que
no escribía según qué cosas en las declaraciones y siempre presumió
de mente sólida:
-No veo que haya cometido falta alguna ni menos un delito, de
manera que puede irse. Sin embargo le aconsejaría que fuera discreto
con esa... habilidad suya. La gente (y algunos guardias municipales)
es muy bestia, los campos están llenos de cazadores que regresan a
casa sin una sola pieza, de avionetas y de microligeros.
A la salida le esperaba una ambulancia, porque alguien pensó que
era necesario, por el bien de la ciencia, hacerle un reconocimiento
a fondo: T.A.C., análisis y todas esas modernas torturas.
-Puede tener usted la clave de algo trascendental para la
humanidad -le dijeron entre pinchazos- Y también hemos de averiguar
cómo son sus cromosomas, porque podría ser una extraordinaria
mutación.
Wenceslao huyó dos días después, echándose a volar desde la
ventana de su cuarto. Pero, cuando iba a entrar en su casa, vio a
dos policías que esperaban y, humilde como era, prefirió darse a la
fuga.
Los periódicos, como siempre, no sabían de la misa la media, pero
contaban una historia espeluznante sobre alguien volador que podía
ser lo mismo un extraterrestre que un electrónico aficionado. El
"Volador" había huido de quienes le custodiaban y las autoridades
temían por su vida.
Como estas eran palabras mayores, Wenceslao se concentró en la
lectura que explicaba cuales eran sus más inmediatos riesgos: los
espías de todas partes, cuadrillas multinacionales a la caza del
secreto de la antigravedad. La Segunda Bis, el Cesid y todo eso,
también dispuestos a que él, con clarísimas aplicaciones militares,
no traspasara las fronteras. La mafia, decidida a explotar las
virtudes del hombre pájaro en el contrabando de droga. Los
terroristas, interesados en él como arma más económica y silenciosa
que los bombarderos. Y los biólogos, que no pararían hasta hacerle
la autopsia.
Solo como estaba, y buen hombre como era, acabó en una iglesia, y
lo que mejor vio del Cristo al que se acercó fueron las lágrimas
terribles. En el confesionario le dijo al cura:
-Creí que volar sería hermoso.
-Vuela mejor el pensamiento que todas las aves del cielo,
incluidos los buitres. -le respondió el sacerdote, que era filósofo
a su manera.- No tengo reparos en creerte la historia de la rana y
el enano, pues mi fe me hace creer en la resurrección de los
muertos, que es cosa más difícil todavía, pero, ¿has pensado lo que
vas a hacer en adelante, hijo mío?
Como no le ayudara el confesor, él se declaraba vencido.
-¿Y qué tal si fueras a buscar al enano? Si él te dio el poder,
él te lo podrá quitar.
No era buena idea, aunque fuera la única. A Wenceslao le gustaba
volar, le encantaba la sensación de libertad y ligereza y no veía
por qué renunciar a su fortuna.
Wenceslao vive ahora en unos peñales grises que dan al sol del
mediodía., sobre el mar que es muy hermoso. La colonia de gaviotas
ha acabado aceptándole, aunque algunas le miran con relativa
desconfianza. Aún así, le han enseñado la técnica del planeo y él, a
cambio, trata de explicarles cómo pescar con caña.
Es relativamente feliz y vuela tanto como quiere. Según le
explican las gaviotas más viejas, para alcanzar la perfección sólo
necesita que le nazcan plumas. Incluso hay una, casi una polluela,
que le mira con buenos ojos, amarillos de oro, y le trae alguna
sardina que otra a la covacha. Los ecologistas ornitólogos de su
lugar secreto estuvieron a punto de traicionar su escondrijo, pero
al final todo se solucionó y lo han anillado, igual que a su
enamorada, y ha sido como una alianza de un alado matrimonio.

Arturo Robsy