13.1.07

EL CUAJO (QUE HAY QUE TENER)

Acaba de ingresar, con grandes méritos, el cuento de Blas de Lezo en el Sancta Sanctorum de los "Cuentos sin cuento" de Trapisonda. Divertido, sin moralina alcanforada, con abundantes disparos por el segundo sector, es un escrito que debiera servir para el estudio de cómo se aprovecha la circunstancia de un hombre para ir dando los detalles de su vida pasada y de la futura.
Hecho con minuciosidad, no se queda en las minucias sino que nos presenta, en años lejanos, lo que de hecho ya se vive ahora y de lo que pocos hablan, salvo los que no entienden que el hombre ha sido atrapado por la mentira hasta niveles coincidentes con los pozos negros.
Y el cuento en sí, que no tiene nada de cuento sino de verdad burlada:

EL CUAJO

El fiscal es un peso fuerte en su gremio, con muchos éxitos en su lucha casi personal para acabar con aquellos que atentaban contra la seguridad del Estado ("la santa seguridad del Estado", decía). El fiscal es delgado, alto, flexible de cintura e inflexible con la ley ("la santa ley..."); lampiño y con largas guedejas que cuida con mimo, gafas diminutas y gestos que alguien calificó como implacables. El fiscal mira al acusado y después se vuelve al jurado.

-Ahí lo tienen, se llama Pedro Uriarte Molino y, además de todos los delitos que se le imputan en esta causa, tiene pendiente una denuncia del gobierno de Gaztei por negarse a modificar sus apellidos ¿Y quieren saber por qué?

Mira con rabia e insistencia a una matrona que forma parte del jurado que, impresionada por la acerada mirada del fiscal, se encoge en su incómodo asiento.

-Yo... -murmura la mujer.

-iQue se lo diga él mismo! -Se vuelve hacia el acusado y formula la pregunta-. A ver, señor Uriarte ¿por qué se ha negado usted insistentemente a traducir su nombre y apellidos al idioma vasco?

El acusado mira con cara de profundo aburrimiento al fiscal, luego al juez, después a su abogado defensor...Suspira y dice:

-Porque me exigían diez y siete euros con sesenta y cinco céntimos.

-iAhí está! -grita triunfante el fiscal-. iAhí está el motivo de que este enemigo de la sociedad no haya obedecido a la ley! iQue es una ley muy cara!

Los miembros del jurado intercambian miradas que muestran su desprecio hacia tan ruin personaje. El fiscal sonríe con crueldad al acusado.

-¿Me equivoco, señor Uriarte? -Y repite la pregunta, ésta vez sin sonreír -.¿Me equivoco?!

El defensor, que habría sido calificado por un comentarista de tribunales cono un "convidado de piedra", alza la mano y pide la palabra al juez. Éste, que estaba pensando en las musarañas, asiente con la cabeza.

-Ya se ha tratado anteriormente este tema que, además, no está incluido en la instrucción que motiva este juicio -dice con un raro entusiasmo que sorprende después de sus prolongados silencios-. Mi defendido no se niega a traducir sus apellidos, siempre que no le cueste el trámite ni un céntimo de euro.

El acusado mueve ligeramente la cabeza como si quisiera negar las palabras de su defensor. Para no echar más leña al fuego, con el quiere quemarle públicamente el fiscal, aceptó esta excusa, cuando la auténtica era no querer modificar su nombre, Pedro, por un ridículo y rebuscado Kepa, ni su apellido Molino por su horripilante traducción, "Erota", que además quiere decir "cuajo".

-Mi padre se llamaba Pedro -le había dicho en privado a su abogado-, también se llamaba Pedro mi abuelo, y posiblemente muchos de los abuelos de mis abuelos...Me consta que un antepasado mío en el siglo XVII, Alférez del Marqués de Haro, se llamaba Pedro Uriarte. No, no quiero cambiar el nombre. Si se empeñan en que lo cambie, que lo cambien ellos, y además gratis".

-¿Y el apellido? ¿Por qué tampoco el apellido?"

-Porque no me da la gana de pagar un céntimo por algo que no quiero. Si se empeñan, que lo cambien ellos –Y volvía a insistir-. Y gratis, que yo no pago por apellidarme Cuajo".

Pedro Uriarte Molino, al que pretenden llamar Kepa Uriarte Erota, es un hombre de estatura mediana, ancho de hombros, de barba prieta (en la empresa le llamaban el "capitán Hadok"), ojos grises, boca firme que denota terquedades irrenunciables y cabeza rapada que le da un aspecto un tanto estrafalario.

-Bien -dice el fiscal-, dejemos el caso del cambio de nombre y apellidos a los tribunales de Euskadi Sur, y sigamos con lo nuestro, más que suficiente para enviar a este criminal a "reeducación" durante muchos años.

Hacía años que las cárceles habían sido suprimidas y transformadas en centros de reeducación. Incluso, se había duplicado el número de centros y también la plantilla de los funcionarios, que ahora se denominaban FUREDES ("Funcionarios Reeducadores del Estado"). Los resultados no podían ser considerados muy esperanzadores, pero, al decir del Ministro del ramo, las nuevas leyes “sólo estaban empezando a rodar".

-Centrémonos pues en lo que dice la instrucción para no molestar a nuestro colega de la Defensa...

El colega de la Defensa tiene ganas de que el juicio termine. Se hizo cargo de aquel desgraciado tacaño al negarse éste a elegir un abogado. Se le asignó uno de oficio, es decir, a él, Beltrán Rius, de treinta y seis años, un individuo más bien inexperto y con pocos entusiasmos por el foro, ya que se hizo abogado por no dar "nota" en la selectividad para Astronauta. Precisamente tenía elegido ese día, el de la asignación de una defensa de oficio, para irse con su pareja sentimental, el jefe de bomberos de su barrio, a pasar una semana a California invitados por un club californiano orlado con banderas del arco iris.

-Sólo me interesa mostrar al jurado la personalidad inclinada al delito de este desgraciado-Hace un gesto con la cabeza en dirección de "este desgraciado"- La administración de una Autonomía reporta ingentes gastos que hay que cubrir con impuestos y generosidad. Si no pagamos, somos insolidarios. Pedro Uriarte se niega a ser solidario.

El ahora "insolidario" disimula un bostezo.

-Pero es que... -sonríe el acusador con desprecio-, siendo un ciudadano solvente, se niega a pagar a un abogado, sabiendo, como sabemos todos, que la Justicia es muy cara, que hay que construir edificios, juzgados, una eficaz burocracia, hay que pagar a los jurados...

Hace un alto en su perorata a sabiendas de la oportunidad de sus palabras. Algunos componentes del jurado hacen cuentas in mente con los dineros que van a recibir por ejercer tan importante responsabilidad ciudadana.

-Veamos más cosas, es decir, centrémonos en la instrucción...-El fiscal se quita sus diminutas gafitas de hombre de mucha progresía y se coloca otras algo más grandes, las gafas "de ver"

-En los registros efectuados por la BRIDEACOSE (Brigada de Detección de Atentados Contra la Seguridad del Estado) se ha descubierto que Pedro Uriarte Molino posee una nevera comprada hace... se quita las gafas y mira al jurado- ... ihace diez y ocho años !

Hay un murmullo que el juez apaga con un par de martillazos electrónicos. El acusado sonríe para sus adentros. Alguien hizo mal las cuentas porque su nevera tenía en realidad diez y nueve años.

-Aquí tengo una lista de los efectos delictivos encontrados en su domicilio - Muestra un folio con aire triunfal-. La nevera, como ya hemos adelantado, un trasto peligrosamente viejo; una máquina de escribir de modelo que ya era viejo en el siglo pasado; un viejo televisor al que ha suprimido voluntariamente el color; un viejísimo ordenador en blanco y negro que debe tener hasta el virus de la lepra... (risas) ; una afeitadora eléctrica que no funciona!; un aparato, que él llama "Picus” o tocadiscos, para reproducir la presunta música...¡grabada hace más de cincuenta años!; centenares de libros manoseados y remanoseados, editados mucho antes de que desaparecieran las editoriaÍes de libros de papel; nunca ha tenido un simple reproductor sonoro de libros...-Hace una pausa para preparar el final de su alegato -, y sigue con la misma mujer con la que se casó hace casi treinta años! ¿De qué van a vivir los Juzgados de Pareja si todos hicieran como este desaprensivo?

Hay murmullos de asombro mezclados con una indignación general.

-¿Cómo se puede atentar de forma tan flagrante al sacrosanto consumo, base y pilar de nuestra sociedad? -dice el fiscal con voz suave, de las que en los libros de antes se decía que era de voz sibilina-. ¿Qué sería de nuestra sacrosanta sociedad si en ella abundaran desaprensivos criminales como Pedro Uriarte Molino?

Pero el fiscal no ha concluido todavía la terrible lectura.

-Sabemos que este desgraciado no pisa una peluquería exactamente desde hace trece años y casi cinco meses –Se aproxima al jurado cuyos componentes no se atreven ni a respirar-. ¿Y saben ustedes como soluciona lo que para todos nosotros sería una razón de simple estética y sanidad capilar?

-¿Cómo...?- dice alguien en alguna parte de la sala.

-¡Pues él mismo, con una navaja barbera que debió robar de algún museo! ¡Y ahí lo tienen, rapado y con barba salvaje!

Desde que el corte de pelo se había puesto a un precio que se aproximaba a diez céntimos por cada pelo, por cada cabello cortado o peinado (había unas máquinas que contabilizaban el número de unidades-cabello tratados), Pedro Uriarte había decidido suprimir gastos, y fue entonces cuando inició sus rapadas.

El fiscal se ajusta las gafas de ver y prosigue su alegato.

-Hemos descubierto que en la nevera había comida reciclada -Se vuelve a su auditorio-, ¡Sí, comida reciclada! En esa casa no se arrojaba nunca comida a la basura sino que se reciclaba. A la basura sólo iban latas, raspas de pescado y poco más ¿De qué iban a vivir las grandes superficies si todos hicieran lo que este desgraciado? ¿Y los fabricantes de bolsas de basura? De un potaje hacía un puré; de un trozo de resto de carne unas croquetas; si le sobraba pescado hacía una paella...

-¿Le queda mucho al Ministerio Fiscal? -pregunta el juez a quien se le ha abierto el apetito al oír la palabra croquetas-, hay otros procesos pendientes y no podemos estar aquí toda la mañana.

-Seré breve, Señoría -Regresa a su papel-. Este desgraciado ha hecho una aspiradora con un viejo motor de lavadora; se ha construido una batidora con un viejísimo taladro... Y hay más que tengo la piedad de ahorrar al jurado. Pero como traca final he de mencionar el coche de Pedro Uriarte.

Deja el papel sobre una mesa. Indudablemente para lo que va a decir no necesita apoyos.

-No ha renovado su coche desde hace más de quince años, despreciando la ley que obliga al cambio de coche a los siete años como tope máximo, o a revisiones periódicas cada doce días. La última revisión fue hace once años. No sabemos cómo ha podido escapar de nuestra eficaz POREDEA (Policía Represora del Delito Automovilístico). Quizá gracias a su habilidad para, mediante chapuzas criminales, darle un aspecto de coche recién salido de la fábrica. Jamás ha cambiado unos amortiguadores, nunca ha cambiado un ferodo, ignora lo que es revisar un encendido y, todo lo más, ha cambiado las ruedas comprándolas en el mercado delictivo de la ya prohibida rueda usada. Ningún taller le conoce, jamás ha pisado un local de lavacoches... Dice el muy insolidario que para eso está la lluvia

El fiscal da muestras de cansancio, mira su carísimo reloj y con gesto triste se dirige al jurado.

-No podemos perder más el tiempo, que pagan generosamente nuestros contribuyentes, y alargar más este juicio.

-Claro ...-murmura el juez.

-Solicito que este enemigo de la sociedad en su faceta más ruin, la del atentado contra la seguridad del Estado de Consumo, sea condenado de forma implacable. He terminado.

Hay un silencio expectante. El jurado mira al juez, éste deja sus crucigramas y mira al defensor que parece muy preocupado en ordenar sus papeles. El acusado mira su viejo reloj, un poderoso trasto de cuerda heredado de su abuelo. Por algún fallo legal, el reloj no ha sido incluido entre los objetos “delictivos". Pedro Uriarte no ha tenido nunca un reloj "digital” ni, por supuesto, un reloj que no fuera de cuerda, de resorte.

-La Defensa tiene la palabra -dice el juez.

El defensor sonríe nervioso, coge sus papeles, se levanta y se dirige a su defendido (presunto defendido).

-No tema, saldremos de ésta -dice sonriente, mientras le da un amistoso golpecito en el hombro -Se detiene frente al jurado y, sin necesidad de gafas, inicia la lectura de sus papeles-. Señores del jurado, mi defendido jamás entró en el supermercado, sencillamente porque aquel día no estaba en Madrid sino en Motrico hoy Motriku, y lo podemos demostrar. No es cierto que el atracador fuera alguien que se le pareciera, ya que una de las empleadas aseguró que era muy alto y muy rubio...

El defensor interrumpe la lectura pues nota en el ambiente algo impalpable, extraño... Después mira sus papeles y se sonroja -.Perdonen, he confundido el proceso.

Vuelve a repasar sus papeles con evidente nerviosismo.

-Yo diría que los tengo por aquí...

Inesperadamente, los papeles eligen la libertad y, escapando de "las pecadoras manos del abogado defensor, se desparraman por el suelo. Hay risas contenidas, murmullos y remover de pies. Este es el momento elegido por el acusado para ponerse en pie y decir con voz fuerte que supera murmullos y rumores.

-Señoría, si desea que el juicio termine cuanto antes ¿podría yo decir algo y así acabar de una vez?

El juez, el jurado el fiscal y hasta el defensor ven el cielo abierto, por eso, cuando el juez asiente con la cabeza, todos aprecian el detalle generoso de Su Señoría.

-Verán, no voy a defenderme -dice Pedro Uriarte-, así que ya hemos terminado. Gracias.

Y se sienta como si aquello no fuera con él.

-El Jurado se retirará a deliberar -dice el juez.

-El Jurado ya ha deliberado -dice el portavoz, en este caso "portavoza" pues se trata de una joven que calza unos zapatones increíbles-. Consideramos al acusado culpable ¡Ea! i Ya está!

-Póngase en pie el acusado -El juicio marcha ahora a velocidad de vértigo. -Pedro Uriarte Molino será enviado a trabajar durante diez años a la fábrica de “Chips de Control KJHYTRV.24 hasta conseguir su reeducación.

La tranquilidad que hasta ahora había mostrado el acusado se viene abajo. Con el rostro congestionado grita: lOs vais a arrepentir! iJuro que os vais a arrepentir!

Para concluir este relato, diremos que la fábrica de "chips" KJHYTRV.25 se dedicaba a la fabricación de unos sorprendentes y diminutos artilugios infernales que, colocados en cualquier producto de consuno (lavadoras, coches, taladros, hornos, aspiradoras...), podían ser activados desde la misma fábrica cuando considerara que el consumo había bajado. Una vez activado el "chips”, el vehículo, electrodoméstico o el complicado y caro aparato, quedaba irreparablemente inutilizado, favoreciendo así la base, la columna principal del Estado, es decir, el consumo. Por la denominada L.A.C (Ley de Apoyo al Consumo), se había considerado la fábrica como de NP (Necesidad Perentoria) y condecorado el inventor del "chip" con la Orden de Carlos III, la misma que más de un siglo antes le habían dado a un dictador rumano de gesto adusto y malencarado. A este lugar fue a parar el condenado.

Y para rellenar lo que queda de papel habrá que decir que la fábrica desapareció un año después por los efectos de una terrible explosión provocada mediante un asombroso sistema-chapuza de destrucción fabricado con bramante, pedazos de alambre y miga de pan, atentado cometido, al parecer, por uno de los presos asignados a la cadena principal de montaje al que sus compañeros llamaban “Cuajo”.





Por la trascripción desde el túnel del tiempo: “Blas de Lezo”

22.3.06

DIOS PROVEERÁ

DIOS PROVEERÁ

El sol despuntó por levante, en cumplimiento estricto de las instrucciones del Director General de Universos. Una vez expulsada el alba del espacio, comenzó a irradiar rayos arrancados de los cuadros de Fra Angélico. La mayoría se limitaban a dorar la cúpula de San Pedro, sin más aspiraciones que aportar una nota colorista al paisaje romano. Uno, sin embargo, se filtró por la cristalera del oratorio y, dibujando un clarísimo haz en la penumbra, cayó sobre el Santo Padre que, en su reclinatorio, oraba por el mundo.

Era su actividad habitual a aquella hora. En modo alguno sabía que aquel día se cumplían los tiempos. Sólo el Buen Dios y su Estado Mayor conocían que en aquella dorada mañana el mundo cumplía mil millones de años. Un soplo en la eternidad, visto desde arriba, pero un rosario de milenios cuando se consideraba pie a tierra.

El rayo que se filtraba, solitario, en la capilla particular del Papa, no era casual. Por él, con una sonrisa, descendió el Ángel. Días después, y valiéndose de otros métodos, bajarían los arcángeles a dar los trompetazos del juicio final y despertar así a las conciencias, anestesiadas por el siglo de la materia pura.

Pero el de aquella mañana sólo venía con la intención de dar el aviso: en opinión del Director General de Universos, el Sumo Pontífice era un personaje fundamental en la comedia que iba a representarse: nada menos que la Resurrección de la Carne y el Juicio Universal.

Los ángeles, normalmente invisibles cuando viajan a bordo de rayos de sol, tienden a hacerse sólidos en la penumbra de los oratorios para que su voz no produzca sobresaltos a los corazones puros. Un corazón puro que creía en el Dios Trino y en la Comunión de los Santos, pero que no tuvo más remedio que sospechar de una presencia angélica tan de mañana. Se inclinaba peligrosamente a aceptar antes la posibilidad de una jugarreta. De los sentidos o de un cardenal juguetón.

‑El Juicio Universal. ‑dijo al fin, sintiendo como su carne creyente flaqueaba‑ ¿Ahora?

El Ángel, muy humano, hizo un gesto que parecía abarcar a los drogadictos, a los pederastas, a los fumadores, a los codiciosos, a los falsarios y a toda la humana escala de sinvergüenzas:

‑¿Vale la pena esperar más?

El Santo Padre, todavía de rodillas, unió las manos. Aún rezando mañana y tarde al Dios Todopoderoso, creía conocer la estructura del mundo:

‑Temo que no será fácil ‑murmuró‑ pero se hará como disponga el Señor.

L'Observatore Romano y Radio Vaticana dieron la noticia: un ángel se había aparecido al Papa para anunciarle el fin del mundo. Sucedería al cabo de quince días y quince noches. Todos los hombres debían estar, para entonces, en el Valle de Josafat, dispuestos a que les pesaran el alma.

La Curia Romana, como es lógico, se había opuesto a que se transmitiera el mensaje divino. En el mejor de los casos, podía sembrar el pánico y causar una mortandad. En el peor, las carcajadas de la humanidad incrédula serían capaces de resquebrajar la cúpula de San Pedro y de terminar con la enorme labor del agiornamento.

Tuvo el Ángel que volver a montar su rayo de sol y aparecerse en medio de la reunión tumultuosa:

‑Hombres de poca fe. ‑les dijo.

Ante la evidencia, cayeron de rodillas, pero no cejaron en sus argumentaciones: ¿Sabía el mensajero del Señor que era del todo imposible transportar al Valle de Josafat a nueve mil millones de seres humanos en tan poco tiempo? ¿Y el espacio que ocuparían? Y, más aún, cómo obligar a ir a los protestantes, a los budistas, a los taoístas, a los mahometanos, a los negritos animistas y, sin ir más lejos, a los propios católicos con cuenta corriente? ¿Y la intendencia para abastecer a semejante multitud? ¿Y los servicios sanitarios? ¿Y las fronteras y sus aduaneros desconfiados?

‑Dios proveerá. ‑murmuró el Ángel, meditando en las sorpresas que se verían durante el pesaje de almas. Rodarían algunos bonetes.

Mientras emisoras y periódicos del mundo entero, estupefactos, emitían editoriales en torno a la noticia vaticana y reclamaban la presencia de psicólogos que hicieran una semblanza del Papa y explicaran a qué podía deberse el súbito reblandecimiento de su corteza cerebral, el Estado de Israel, fiel a sus pacíficos hábitos, envió a su Primer Ministro a exigir la ayuda de los Estados Unidos.

Los israelíes no creían, por supuesto, aquella noticia, pues si Yahvé se propusiera acabar con el mundo se lo comunicaría solamente al pueblo escogido. El resto de la humanidad, o sea, los goyim, ni podían ir al Paraíso ni resucitar de entre los muertos.

Aquello era, sin duda, una maniobra contra Israel: el intento de volcar sobre ellos a millones de fanáticos religiosos, que destruirían la floreciente nación como una plaga de langosta. En consecuencia, ya habían cercado el Valle de Josafat, con la orden de abrir fuego contra el que se aproximara.

‑Dispararemos. ‑terminó el Primer Ministro israelí, dispuesto a ejecutar cuantos holocaustos le convinieran.‑ Y contamos con Estados Unidos para que nos facilite las armas necesarias. Es más: si el Papa insiste en su loca idea, vaporizaremos Roma con un par de bombas de hidrógeno. Nuestra independencia está en peligro.

Su Santidad, en cumplimiento de los deberes de su cargo, repitió el mensaje del Ángel en una alocución Urbi et Orbe, televisada por setecientas veinte cadenas de televisión. Los aviones israelíes despegaron con sus bombas y, sencillamente, desaparecieron del radar.

El Enviado del Señor, en prevención de más desgracias, montó en su rayo luminoso y se apareció al Presidente de Estados Unidos y al Primer Ministro israelí en el momento en que consideraban el uso masivo de los satélites militares:

‑El fin del mundo tendrá lugar dentro de catorce días. ‑les advirtió. Dejó por un momento su aspecto angélico e insistió en la idea principal:‑ Tanto si queréis como si no.

‑No en el Valle de Josafat. ‑se opuso el israelí.

El Ángel pareció perplejo:

‑¿Es que no crees en mí?

‑De ningún modo. Esto es una conspiración árabe.

Además ‑añadió el Presidente de Estados Unidos‑ el Valle de Josafat es de propiedad privada. Muchos ciudadanos norteamericanos han comprado allí sus tumbas para estar los primeros en la resurrección. El derecho internacional nos ampara.

Aquella tozudez sobrepasaba la capacidad de decisión del Ángel que, tras ordenarles que se estuvieran quietos, partió hacia el cielo en busca de nuevas instrucciones.

‑¿Qué proponéis? ‑preguntó a su regreso.

‑Que se haga en alguna otra parte y que no se obligue a asistir a los judíos: sería un pecado para ellos.

‑¿Dónde, entonces?

Era un grave problema: la nación que permitiera que toda la humanidad acudiera a ella, aunque en principio ganara con el comercio, sería arrasada por las turbas famélicas. Sólo el contingente de chinos asolaría todo a su paso, cubriendo amplias extensiones con volúmenes de El Libro Rojo, de Mao.

‑¿Por qué no Italia? ‑preguntó el israelí, vengativo.

‑Porque no. ‑dijo el Presidente de la República Italiana, creyente devoto pero estadista inflexible.

‑España ‑dijo el judío, respirando por la vieja herida de 1492‑ tiene una gran crisis turística. Puede aceptar si la presión es lo bastante fuerte.

‑¿Eh? ‑dijo el Presidente del Gobierno español, siempre deseoso de dialogar con las civilizaciones.

‑Imagínese la riqueza que supondría recibir a ocho mil millones de turistas.

El español pareció tentado: tres millones de parados harían una buena plantilla de camareros y, alcanzado el pleno empleo, no se le escaparían las próximas elecciones. Atisbando, además, otras ventajas, empezó las negociaciones:

‑Necesitaremos cien mil millones de dólares en créditos blandos, más una flotilla de Jumbos capaces de transportar a toda la humanidad. Y, claro, quince años de plazo para terminar las obras.

‑De acuerdo. ‑dijo el americano. Si de verdad venía el fin del mundo, bueno sería aplazarlo hasta que él no estuviera en la presidencia. No quería pasar así a la historia.

‑No. ‑dijo el Ángel.

‑¿Noventa mil millones? ‑rebajó el español.

‑Si no hay más remedio, ‑suspiró el Ángel‑ un ejército de querubines, serafines, tronos, dominaciones y virtudes, bajará a la tierra y construirá en siete días todo lo necesario para el acontecimiento.

‑¿De primera calidad? Quiero decir que si luego se podrá seguir usando.

El mensajero del Señor empezó a sentir la ira, ese pecado capital tan disculpable cuando se trata con políticos o se hace cola en una ventanilla.

‑Ustedes ‑dijo al fin‑ no parecen comprender lo que significa «FIN‑DEL‑MUNDO.»

‑Lo comprendemos, pero la comunidad internacional debe darnos esos cien mil millones: sólo la organización y el protocolo costarán eso.

Al día siguiente, según lo previsto, infinitas cuadrillas de querubines, serafines, tronos, dominaciones y virtudes descendieron sobre Castilla la Vieja y empezaron a nivelar un amplio espacio de la meseta. Los campesinos presentes, muy tradicionales, se quitaban la boina y se santiguaban: eran los únicos seguros de estar viendo un prodigio. Los clérigos de las cercanías celebraban misas mayores. De Angelis. Pero los sindicatos, siempre atentos a los intereses de la clase obrera, se presentaron a las pocas horas:

‑O paran las obras ‑amenazaron‑ o los denunciamos a la Magistratura: no sólo hay intrusismo profesional y faltan los planos firmados por arquitecto y aparejador, sino que están realizando gratis un trabajo que debieran realizar los profesionales mediante estipendio. Una vergüenza.

‑Soy ‑dijo otro ser, parapetado tras sus gafas‑ el abogado representante de los propietarios de estos terrenos. Si no paran las obras y pagan una indemnización, que firmaremos más tarde, este caso se verá en los tribunales.

Y en eso llegó un coche de la policía municipal:

‑¿Licencia de obras? ‑preguntó un guardia. La del Presidente del Gobierno no servía, claro.

El Ángel, con un gesto, detuvo la actividad de querubines, serafines, tronos, etcétera. Pensaba en la obligación moral de dar a Dios lo que es de Dios sin olvidar dar al César lo suyo. A los Césares varios. Y no un garrotazo, sino lo que en justicia les correspondiera.

Primero hubo que iniciar un proceso de compra de toda la zona y ajustar la forma de pago. Ya que en el Cielo no existe moneda de curso legal, los propietarios aceptaron diamantes.

‑¡Ah, no! ‑clamó la comunidad internacional.‑ Una gran partida de diamantes haría caer el mercado. De ningún modo.

El Estado, presionado, inició un proceso de expropiación que los dueños denunciaron ante los tribunales.

‑Son fincas bien explotadas. No ha lugar.

‑Es por motivos de utilidad pública. ‑dijo el fiscal.

‑Explique usted a quién será útil el Fin del Mundo. A mis representados, no.

De tribunal en audiencia, al cabo de los años tuvo que resolver el Constitucional. A favor del Cielo, naturalmente, aunque con los votos en contra de los elegidos por la oposición política.

Sólo entonces fue posible pedir la licencia municipal de obras.

‑Lo siento. ‑dijo el arquitecto del Ayuntamiento.‑ Estos son terrenos rústicos, calificados así en el plan general de urbanismo. No se puede edificar una superficie tan amplia.

Los ecologistas iniciaron entonces una campaña de prensa y radio, negándose a que se construyera un aeropuerto en aquellos parajes: no sólo polucionaría el limpio aire de Castilla sino que impediría que las cigüeñas nidificaran. Dos catedráticos lo certificaron así.

‑¿Entonces? ‑dijo el Buen Dios veinte años después, tras escuchar los informes del Ángel.

‑Creo, Señor, que son argucias españolas. Pero, si hemos de cumplir la ley de los hombres..

-O sus costumbres... ‑advirtió el Señor.

Muy sonriente, el Ángel subió a su claro rayo de sol y, en contados viajes, dio al arquitecto una comisión del cuarenta por cien del coste de la obra, y al alcalde una del cincuenta. Ofreció a los obreros una jornada laboral de una hora semanal, con veinte pagas dobles anuales y a los sindicalistas, un cargo directivo en la empresa constructora. Untó aquí y allá a las otras fuerzas vivas y, quince días después, con los papeles en regla, los querubines, serafines, tronos y demás seres espirituales terminaron la obra faraónica.

‑Ahora ‑dijo‑, vamos a pesar las almas. ‑Ya tenía ganas.

‑¿Tiene usted licencia fiscal? ‑interrumpió rápidamente un inspector de Hacienda? ‑¿Se ha dado de alta como empresa dedicada a pesar almas?

El Buen Dios, en lo alto, rió con voz sonora.

Alzó una mano y comenzó la resurrección de la carne. En el Valle de Josafat. Y los israelíes, fieles a su palabra, lanzaron las bombas.

Luego fue mucho más sencillo pesar las almas. Después, naturalmente, de quitarles la radiactividad.

Arturo Robsy

17.3.06

CUENTO EN TRES ACTOS aMENAzados

Cuento recogido en la red. es un tanto paradójico y un mucho costumbrista, o sea, lo que hay; como la realidad misma que, como se ve, no cambia por más que cambien las fechas. El que manda, manda y, lo que es peor, se lo cree.

aMENAzados

Por "ROGER"
>
>Escenario 1º: Una finca en cualquier lugar de España
>Época: Años 80
>
>Don Pedro el dueño, llama a su presencia al guarda de
>la finca.
>
>- Vamos a ver Eulogio, ¿tu quién narices eres para
>llamar la atención a mi hijo?.
>
>- Don Pedro, es que el señorito Roberto estaba
>machacando con la moto los acebos.
>
>- Una mierda te importa a ti lo que haga el señorito
>Roberto.
>
>- Es que, con el debido respeto, los acebos son una
>especie protegida y es ilegal destruirlos.
>
>- Mira Eulogio, tú no eres nadie para recordarme a
>mi lo que es o no ilegal, en mi finca lo que es legal
>lo decido yo. Tú como mas guapo estas es callado, y la
>próxima insolencia te pongo de patitas en la calle
>¿Estamos?.
>
>- Estamos, Don Pedro.
>
>
>
>Escenario 2º: Un cuartel cualquiera
>Época: Años 90
>
>El cabo de la Policía Militar harto de tener
>enfrentamiento en el control de accesos con mandos de
>toda graduación que se niegan a obedecer sus
>indicaciones en aplicación a las normas del
>acuartelamiento, pega en el cristal un artículo de las
>reales ordenanzas de las FFAA: “Artículo treinta y
>nueve:Todo militar, cualquiera que sea su graduación,
>atenderá las indicaciones o instrucciones de otro que,
>aun siendo de empleo inferior al suyo, se encuentre de
>servicio y actúe en virtud de órdenes o consignas que
>esté encargado de hacer cumplir”.
>
>A los 30 minutos, el capitán de su compañía le llama a
>su despacho y le ordena retirar el papel. El cabo,
>confuso, replica:
>
>- Perdone mi capitán pero no lo entiendo. En el papel
>solo pone un artículo de las Reales Ordenanzas.
>
>- Lo se cabo, pero el coronel ha dicho que nosotros
>no somos quien para recordar a un superior sus
>obligaciones.
>
>
>Escenario 3º: Despacho del ministro de Defensa
>Época: Años 2000
>
>El Ministro de Defensa mira a los ojos al militar de
>mediana edad que permanece en posición de firmes
>enfrente de su mesa.
>
>- ¿Como se le ocurrió hacer su discurso en esos
>términos, general?
>
>- Señor Ministro, como dije en mi discurso, sabía que
>por razón del cargo que ocupo no debía expresar mis
>opiniones personales en un acto como ese, pero sí
>tengo la obligación de conocer los sentimientos,
>inquietudes y preocupaciones de mis subordinados y
>transmitirlos, como es habitual, a la máxima autoridad
>de mi Ejército, y hacerlos públicos, por expreso deseo
>de aquéllos, y en mis visitas a las Unidades durante
>los últimos meses, he podido constatar que las dos
>grandes preocupaciones de los Cuadros de Mando y
>Militares Profesionales de Tropa son el terrorismo y
>el futuro de la unidad de España.
>
>- Pues para transmitir esas inquietudes ya están lo
>cauces internos.
>
>- Ya lo hice Señor Ministro, y jamás he visto
>reflejadas esas inquietudes en los medios de
>comunicación, es mas a raíz de mi discurso la postura
>oficial del ministerio ha sido negarlas, y decir que
>lo expresado por mi no refleja el sentir de la mayoría
>de los miembros de las Fuerzas Armadas, cuando usted
>sabe positivamente que es así, aunque se niegue a
>verlo.
>
>- General es usted un desleal y un irresponsable. Un
>desleal para quien le puso en su cargo, y un
>irresponsable al haber dado alas a quien quiere
>resucitar el fantasma del golpismo.
>
>- Señor ministro, mi primera lealtad es para España,
>y después para mis subordinados, y yo no pedí el
>puesto que ocupo, si lo obtuve entiendo que sería por
>mi valía profesional, y mi supuesta irresponsabilidad
>se ha limitado a recordar que las Fuerzas Armadas
>están permanentemente dispuestas a colaborar en la
>lucha contra el terrorismo en la medida que se les
>pida. Que la preocupación por la unidad de España se
>ha desatado con la presentación del proyecto del
>«Estatuto de Cataluña», en los términos en que está
>planteado, y que en todas mis visitas a las Unidades
>he aprovechado los encuentros con Cuadros de Mando y
>Tropa, para transmitirles unmensaje de tranquilidad,
>no exenta de inquietante preocupación, porque
>afortunadamente, la Constitución marca una serie de
>límites infranqueables para cualquier Estatuto de
>Autonomía, pero, si esos límites fuesen sobrepasados,
>sería de aplicación el articulo 8º de la Constitución:
>«Las Fuerzas Armadas, constituidas por el Ejército de
>Tierra, la Armada y el Ejército de Aire, tienen como
>misión garantizar la soberanía e independencia de
>España, defender su integridad y el ordenamiento
>constitucional».
>
>- ¿Y usted quien narices es para recordar a nadie lo
>que es o no de aplicación?
>
>- Señor Ministro, yo solo soy un español que no
>olvida haber jurado, guardar y hacer guardar la
>Constitución. Y para mi como cualquier militar, todo
>juramento o promesa constituye una cuestión de honor.
>
>- ¡Usted como todos los militares como deben estar es
>callados¡.
>
>- Señor Ministro, yo como cualquier español tengo
>derecho a que se me aplique el artículo 20 de la
>Constitución, en el que se dice que se reconocen y
>protegen los derechos a comunicar o recibir libremente
>información veraz por cualquier medio de difusión, y
>que el ejercicio de estos derechos no puede
>restringirse mediante ningún tipo de censura previa.
>
>- Pero usted ha inflingido el deber de neutralidad.
>
>- Señor, yo no he manifestado preferencia por ninguna
>opción política, me he limitado a aplicar el artículo
>treinta y cuatro de las Reales Ordenanzas para las
>Fuerzas Armadas, en el que se dice que cuando las
>órdenes entrañen la ejecución de actos que
>manifiestamente sean contrarios a la Constitución,
>ningún militar estará obligado a obedecerlas; en todo
>caso asumirá la grave responsabilidad de su acción u
>omisión.
>
>Y yo asumo mi responsabilidad.
>
>
>Dedicado a los que sufren y callan hasta que su única
>arma es la voz, y a los equivocados que piensan que
>debajo de un uniforme hay un robot
>
>Y este cuento no se ha acabado, que conste. Trapisonda.

> Enlaces Relacionados· Colaboraciones
>

1.3.06

VIDA ETERNA



VIDA ETERNA

Dios se asomó muy temprano a su balcón celeste y enfocó el sol
sobre la tierra un poco antes de la hora, causando cierto
desconcierto entre los empleados municipales de limpieza,
sorprendidos con las mangas en la mano.

Nadie salvo él podía saberlo,pero se cumplían cien mil años del
turbio episodio del Paraíso Terrenal, cuando aquella pareja de
desvergonzados se le había comido las manzanas. No tuvo más remedio
que castigarlos, no por la fruta, sino por estupidez manifiesta: ¿no
habían llegado a pensar que, comiéndoselas, podían ser dioses?
Tamaña tontería hizo comprender a Dios que el hombre necesitaba
madurar un poco más y, de generación en generación, ir afilando
aquella roma inteligencia de entonces. Por eso instauró la muerte,
para que la selección natural perfeccionara los tristes sesos de la
primera pareja.

Cien mil años de evolución, en efecto, hicieron que los hombres
dejaran de pensar que las manzanas los divinizarían y decidieran que
eso sólo se consigue poseyendo unos papeles impresos. Era, pues, el
momento de restablecer los parámetros originales: ni enfermedades ni
muerte ni trabajo: enderezó el eje del mundo para que el clima fuese
primaveral y que las cosechas brotaran espontáneamente.

-El hombre -dijo Dios a la Naturaleza, que aguardaba órdenes-
vivirá para siempre.

Cinco minutos después los enfermos pedían la baja en los
hospitales; los moribundos y desahuciados corrían por los pasillos
como chiquillos; los parapléjicos hacían cabriolas y los provectos
ancianos, recuperado el vigor de su juventud, perseguían a sus
enfermeras mientras les hacían proposiciones.

Para entonces, en lo alto de cada campanario y cada minarete del
planeta, un ángel comunicaba la buena nueva: Ni muerte ni
enfermedades, para empezar. Y ciertos interesantes complementos:
parto sin dolor para todas las señoras y, por supuesto, nada de
ganarse el pan con el sudor de la frente. Órdenes del Señor.

Sólo diez minutos después comenzó la más tumultuosa sesión de las
Naciones Unidas. ¿Es que Dios -decían los representantes de la
humanidad- se ha vuelto loco? Si no muere nadie la tierra estará
superpoblada en menos de quince años. Si todo el clima es igualmente
bueno, ¿quién hará turismo? Y si no trabaja nadie, ¿qué valor tendrá
el dinero? ¿Qué pasará con las empresas? ¿Quién fabricará los
cohetes y los sacacorchos?

La sociedad humana se tambaleaba sobre sus cimientos y los
políticos sobre sus pies. Ellos comprendían que la historia
retrocedería al paleolítico, al nomadeo. Puede que la gente fuera
más feliz y más libre, pero, ¿qué iba a pasar con los Estados, con
los bancos, con los médicos, con los Tours Operators, con los
fabricantes de medicinas y, por supuesto, con los gobernantes?

-Dios se ha equivocado. -dijo el Presidente de las Naciones
Unidas, respaldado por todos los Jefes de Estado y por el señor
Rockefeller.- No va a haber más remedio que hacer sorteos para
elegir a los doscientos millones que tienen que morir cada año, y a
los tres mil que, pase lo que pase, han de trabajar ocho horas
diarias para mantener viva la civilización.

-¿Qué? -dijo el pueblo mundial, sintiendo cómo burbujeaba su
sangre.

Y, naturalmente, estalló la mayor matanza de la historia
mientras Dios comentaba con sus arcángeles:

-Habían llegado al grado de tontería necesaria para no distinguir la Vida Eterna del fin del mundo. Hay muchas maneras de desollar un gato.

Arturo Robsy

19.1.06

VIDA ETERNA




VIDA ETERNA

Dios se asomó muy temprano a su balcón celeste y enfocó el sol
sobre la tierra un poco antes de la hora, causando cierto
desconcierto entre los empleados municipales de limpieza,
sorprendidos con las mangas en la mano.
Nadie salvo él podía saberlo,pero se cumplían cien mil años del
turbio episodio del Paraíso Terrenal, cuando aquella pareja de
desvergonzados se le había comido las manzanas. No tuvo más remedio
que castigarlos, no por la fruta, sino por estupidez manifiesta: ¿no
habían llegado a pensar que, comiéndoselas, podían ser dioses?
Tamaña tontería hizo comprender a Dios que el hombre necesitaba
madurar un poco más y, de generación en generación, ir afilando
aquella roma inteligencia de entonces. Por eso instauró la muerte,
para que la selección natural perfeccionara los tristes sesos de la
primera pareja.
Cien mil años de evolución, en efecto, hicieron que los hombres
dejaran de pensar que las manzanas los divinizarían y decidieran que
eso sólo se consigue poseyendo unos papeles impresos. Era, pues, el
momento de restablecer los parámetros originales: ni enfermedades ni
muerte ni trabajo: enderezó el eje del mundo para que el clima fuese
primaveral y que las cosechas brotaran espontáneamente.
-El hombre -dijo Dios a la Naturaleza, que aguardaba órdenes-
vivirá para siempre..
Cinco minutos después los enfermos pedían la baja en los
hospitales; los moribundos y desahuciados corrían por los pasillos
como chiquillos; los parapléjicos hacían cabriolas y los provectos
ancianos, recuperado el vigor de su juventud, perseguían a sus
enfermeras mientras les hacían proposiciones.
Para entonces, en lo alto de cada campanario y cada minarete del
planeta, un ángel comunicaba la buena nueva: Ni muerte ni
enfermedades, para empezar. Y ciertos interesantes complementos:
parto sin dolor para todas las señoras y, por supuesto, nada de
ganarse el pan con el sudor de la frente. Órdenes del Señor.
Sólo diez minutos después comenzó la más tumultuosa sesión de las
Naciones Unidas. ¿Es que Dios -decían los representantes de la
humanidad- se ha vuelto loco? Si no muere nadie la tierra estará
superpoblada en menos de quince años. Si todo el clima es igualmente
bueno, ¿quién hará turismo? Y si no trabaja nadie, ¿qué valor tendrá
el dinero? ¿Qué pasará con las empresas? ¿Quién fabricará los
cohetes y los sacacorchos?
La sociedad humana se tambaleaba sobre sus cimientos y los
políticos sobre sus pies. Ellos comprendían que la historia
retrocedería al paleolítico, al nomadeo. Puede que la gente fuera
más feliz y más libre, pero, ¿qué iba a pasar con los Estados, con
los bancos, con los médicos, con los Tours Operators, con los
fabricantes de medicinas y, por supuesto, con los gobernantes?
-Dios se ha equivocado. -dijo el Presidente de las Naciones
Unidas, respaldado por todos los Jefes de Estado y por el señor
Rockefeller.- No va a haber más remedio que hacer sorteos para
elegir a los doscientos millones que tienen que morir cada año, y a
los tres mil que, pase lo que pase, han de trabajar ocho horas
diarias para mantener viva la civilización.
-¿Qué? -dijo el pueblo mundial, sintiendo cómo burbujeaba su
sangre.
Y, naturalmente, estalló la mayor matanza de la historia
mientras Dios comentaba con sus arcángeles:
-Habían llegado al grado de tontería necesaria para no distinguir la Vida Eterna del fin del mundo. Hay muchas maneras de desollar un gato.
Arturo Robsy

6.1.06

EL COLGADO




El Colgado

Colgaron al Chino en la hacienda española. Quería llevarse una vaca y los hombres estaban alterados. Aquí hay siete millones de vacas, muchas más que hombres, y ninguna para el Chino. El español lo descolgó por obra de misericordia. El español había venido de otro mundo más viejo y trabajaba para una gran compañía extranjera que exportaba semillas y dólares. Además, tenía muchas reses en las dos mil hectáreas del Alto Paraná, próximas a Itaipú. Lo vigilaba todo en avión, porque los negocios hoy tienen alas, pero no fue él quien vio al Chino. Fueron los hombres.

‑Rellena pollas. ‑le dijo el español cuando Chino volvió a poner los pies en el suelo.‑ Si te toca, compras la vaca.

‑Vete a coger. ‑respondió el ahorcado. Pero agradecía.

El cuello, aunque quedó más largo, le dejó de doler pronto. Otras cosas, no. El sábado había llegado al rancho muy tomado y lo pegó la mujer. El domingo, mientras las ideas regresaban, arrastrándose, a su cabeza en brumas, lo echó la hembra. Así el Chino vagó el lunes. El martes, andando lejos, vio la vaca y la cogió. Un instinto de soledad o un dolor de mal cariño enconado.

El Chino, sin casa y sin familia, no se quejaba de la cuerda. Ni de la mujer. Era él, que no tenía una misión en la vida. Era él, que no sabía estar solo ni estar siquiera. Su abuelo nació para morir en la Guerra del Chaco. Su padre, para construir Ciudad Stroessner y padecer de la tuberculosis en un hospital de caridad. Él, para que le echaran del ranchito después de que le pegara la misma mano que lo tocaba cuando la noche valía. A veces.

La vaca le pareció una buena idea. El Chino ‑se dijo‑ tendría vaca al menos. Le hablaría bajo las estrellas y mirarían juntos la Cruz del Sur. Las reses escuchan y callan mientras aguardan a que las destacen y las asen en el quincho. Las reses nada dicen si uno, en un descuido, vuelve tomado a la casa y con la lengua de trapo.

El Chino, con su misión en la vida, fue otro hombre. Gastó los pocos guaraníes en una cuerda y empezó a colgarse todos los días. Además, pendiendo del cuello, se sentía muy hombre. Se le abultaba la hombría y le hacía cosquillas pidiendo entrar en la muerte. Más que la mujer sargento.

Cuando el alma se le iba y todo él era un vahído, soltaba y se quedaba echado, pensando, mientras veía estrellas falsas, luceros negros y blancos que sólo bailaban en sus ojos sin sangre y torbellinos del fuego del infierno.

Cuando estuvo listo, entrenado para concurso de vida o muerte, volvió a la hacienda española. Hurtado a los ojos, dio con la vaca. La misma. Ni era bella ni era fea, pero la había elegido el Chino para librarla del quincho.

Lo colgaron otra vez. Los hombres eran muy hombres además de tener buena vista y hacían las cosas rápidas para después sentarse, echando un cigarro, a ver lo que pasaba. Además, sabían que el Chino aguantaba la soga como nadie.

Esta vez el español tardó más. Una hija que pasaba a caballo lo avisó y de nuevo bajaron al cuatrero tozudo, justo cuando veía todos los luceros del universo y una Cruz del Sur muy grande que lo llamaba a los cielos negros.

‑¿Cómo te llamas? ‑dijo el español, admirado.

‑Chino.

‑¿Y por qué quieres esa vaca?

‑No tengo mujer. ‑respondió, convencido que explicaba suficiente.

‑Ya.

El español, lejos de su tierra, procuraba no meterse en la psicología del Alto Paraná. Le bastó con saber que el Chino no tenía mujer y se obstinaba en robarle una vaca. Una sola. La misma. Nadie sabe lo que son los amores a primera vista en la llanura.

‑Toma mil guaraníes. ‑dijo. Era hombre bueno y admirado que veía el corazón del Chino y se imaginaba que era desgraciado porque lo veía pequeño, solo y con el cuello irritado.

Se equivocaba: el Chino no era nada salvo una idea tozuda: la vaca. No sabía por qué, pero sentía que debía llevársela y correr con ella aquel mundo difícil que no valía la pena entender.

Siguió colgándose y asomándose al universo mientras toda la sangre hirviente le bajaba a las ingles. Luego soltaba, caía y meditaba. Veía círculos y espirales, bolas de fuego y plumas de ángel, y le gustaba. Muerte en Cinemascope.

A la tercera lo colgaron sin mala fe, sólo para ver como aguantaba. Tenía la habilidad de tensar el cuello y no menearse. Quizá ni respiraba. Se estaba a plomo y aguardaba, porque sabía que no podía pasarle nada ahora que tenía una misión.

‑¡Coño con el Chino! ‑suspiró el español cuando lo bajaron muy rojo y quieto.‑ ¿La misma vaca?

‑Sí, patrón. Hay amores que matan. Bueno, que matarían si éste no fuese así como es.
El español, aunque serio de cara, se divertía con la obsesión del hombre y hasta se le ocurría un experimento psicológico:

‑Si agarras otra, te la regalo.

‑No. ‑negó el Chino.‑ Ha de ser esa.

‑¿Por qué?

El ahorcado no sabía pero, como lo preguntaron, dijo una respuesta:

‑Porque la he elegido, patrón, Yo solo la he elegido. Si cojo otra, elige usted y volvemos a estar en las mismas.

El Chino recién comprendía: siempre le vivieron la vida; le eligieron la vida. Pero no más. Tirando de la vaca hasta que lo colgaban no era un desgraciado sino un hombre leal con sus manías.

‑Toma dos mil guaraníes. Y no vuelvas.

‑No los quiero.

El español, que era de misas a pesar de ser de lejos, sonrió con calma. No se enfadaba porque pensaba que el Chino estaba loco:

‑De todas formas, agárralos, y hasta la próxima.

El Chino venía a la hacienda española los martes y lo colgaban. Pero como si nada. Los hombres apostaban entre ellos con él en el aire, rodeado de brisa y a la sombra del árbol. Tenía fibra. Cuando lo descolgaban lo invitaban a tomar y a tabaco.

‑Quien la sigue, la consigue. ‑dijo el español, que no quería que hubiera desgracia. En una, al Chino se le saltaría la lengua y la vida se le escaparía con un gran chorro de semen.‑ Llévate la vaca. Tu vaca.

‑No, patrón. ‑dijo el hombre cuando pudo hablar. La voz, con los sucesos, se le iba volviendo como la piel de lija.‑ Es cosa de ella y mía. De usted, no. No sé explicarlo porque es un asunto interno.

Antes de seguir, metió manos en los bolsillos:

‑Y no quiero más guaraníes. Si paga a un cuatrero, mañana no le quedarán más reses.

Muy orgulloso, dio la espalda.

‑El jueves que viene ‑advirtió el patrón a la gente‑ que haga lo que quiera. No lo colguéis más, por Dios, que es un loco.

‑No es un loco. ‑respondió un encargado.‑ Quien sabe qué es. Pero no un loco.

Y el jueves el Chino se llevó su vaca. La pasó por las calles y la metió en el cuarto donde la mujer se comía la cena.

Estaba preocupada. Cuatro semanas de ausencia eran muchas para el Chino. Ni siquiera reparó en la vaca: le echó los brazos y lloró un poco.

‑La vaca. ‑insistió el Chino. ‑ La he ganado.

‑¿Y qué quieres hacer con ella?

El Chino pensaba cuando era necesario. También entonces vio el mundo transparente y claro: la mujer había llorado mientras lo abrazaba. La que le golpeara antes, lloraba ahora. Siempre loca.

‑Ya está hecho todo. Sólo hay que esperar al jueves.

A la hora del almuerzo el español comía con su familia en el quincho del jardín. Uno les servía con guantes blancos. Bebían limonada y vino. Por la hierba cortada, bajo el emparrado, llegó el Chino. Las gente de la hacienda lo seguía para ver la historia.

‑La vaca. ‑dijo. Y le dio el cabestro al español.

El patrón no entendía. No podía hacerlo, pero eso no importaba al Chino.

‑Me vas a perdonar, pero no comprendo.

‑El otro jueves me abrazaron y lloraron. Nunca me habían llorado.

‑¿Por la vaca?

‑O por mí. ¿Quién sabe?

Y al Chino no lo vieron más por la hacienda española. El sábado María lo golpeó de nuevo, pero el hombre, tomado como nunca, sonreía como un niño muy querido.

Arturo Robsy

5.1.06

LA SOLEDAD DE PEPE


LA SOLEDAD DE PEPE
(Hucha de Plata en el Concurso de las Cajas)

José Álvarez Alto era, sin duda, Álvarez, pero no alto estrictamente. Tampoco era buena persona. Usaba navaja para limpiarse las uñas y otros quehaceres y, cuando no bebía en la tasca o discutía agriamente con cualquier próximo, se ganaba la vida sirlando.

Sirlar es un arte que necesita nervios de titanio, mala cara y, obligatoriamente, un fierro. Un fierro es una pistola o revólver. Si se tiene buena entraña, puede estar estropeado. Si uno es precavido, mejor que funcione, porque a veces los ciudadanos no se dejan sirlar, o sea, se defienden, malditos sean, llenos de apego a los bienes materiales.

Pero José Álvarez Alto, (a) Pepe, era de mala sangre. Sirlaba a amigos y enemigos. Con entusiasmo. Luego, cuando cogía un mal extraño que él llamaba la mona, rompía billetes o los quemaba mientras profería maldiciones que le pintaban bravo.

Un lunes en que no debía de tener la cabeza despejada de la última mona, le dejaron seco al lado mismo de la Telefónica. De espaldas contra la pared, plegado, quedó caído Pepe con los ojos abiertos, una mano en el pecho, por debajo de la cazadora vaquera, y la otra, palma al cielo, sobre los mismos gunguis, como él llamó en vida a los atributos que le habían hecho el terror del barrio. Muerto y todo miraba mal, el condenado.

Ajena a los problemas del caído Pepe, Madrid se desperezaba y, en forma ya, ponía en marcha sus grandes motores para bombear miles de gentes por las calles. José Álvarez Alto, una mano en el pecho y otra sobre los gunguis, las contemplaba con sus ojos ciegos, amorugado en un silencio que ya no rompería y envuelto por los ruidos de la humanidad con prisa.

Un joven estudiante, que venía de su pensión de la calle de La Luna y se disponía a dar una metida a su asignación recién llegada de provincias, miró la mano abierta sobre los gunguis del caído Pepe y pensó fugazmente en los marginados feísimos que fabricaba el capitalismo. Para librarse de la visión le puso veinte duros relucientes en la palma y corrió en busca del blanco con limón que le quitara el sabor triste de la boca.

-¿Quiere tirarme? -le gritó un apresurado, después de tropezar en las piernas recogidas, ya del todo inútiles para José Álvarez Alto. En vida hubiera respondido a eso con un puntazo de navaja

En cambio sólo consiguió derrumbarse un poco más sobre la acera. Como había caído de madrugada, el rigor mortis le tenía ya hecho un cuatro, fijos todos los goznes.

-Ese señor es muy feo. -dijo el niño, después de contemplar al natural los restos del caído Pepe.

-Calla, niño. -pidió la madre, buscando una moneda con la que desagraviar al mendigo.

Cuando se la ponía en la mano, comprendió: había pasado a mejor vida, porque ninguna podía ser peor que la que le dejó así. Por un momento la mujer pensó en pedir auxilio, pero miró a su hijo: no quería que contemplara la muerte tan en directo. Además, ¿quién sabía si tendría que ir a comisaría a hacer declaraciones?
Dejó los cinco duros en la mano abierta y se alejó en silencio. Desde luego, no rezó por lo que un día fuera el alma de Jose Álvarez Alto, desencarnada de madrugada.

Mientras el sol del verano calentaba, sus restos mortales, forzosamente impasibles, tuvieron que soportar muchos juicios apresurados sobre su actual estado:

-Menuda curdela tiene éste, tan temprano.

-No creo que saque gran cosa con ese aspecto. No da pena; da miedo.

Otros, hechos al medio ambiente, distinguían los ojos vidriosos y no tenían duda de que el caído Pepe se había chutado y, mientras se le pasaba, aprovechaba para ganarse unos cuartos con las limosnas.

También podía tratarse de un truco publicitario, se dijo Alfredo, cuarentón y yupi. Un tío haciéndose el enfermo y las cámaras captando la falta de solidaridad de hombre urbano. Homo homini lupus, como todos sabían. Alfredo, en cambio, saldría muy humano en la tele, con mucha imagen, de manera que le dio suavemente con el pie en la rodilla:

-¿Se encuentra mal?

Ni bien, ni mal. Lejano. Quizá el espíritu de Pepe revoloteara por el entorno, pero no se manifestó. Esto obligó a Alfredo a acercarse un poco más. Se apoyó en su hombro:

-¡Que si le sucede algo!

Como para demostrarlo, el cadáver volcó, quedando echado de lado y dando un buen susto al samaritano. Alfredo consideró que ya había demostrado suficiente amabilidad por aquella mañana, miró en torno y partió hacia sus modernos quehaceres.

Muy poco después alguien, borroso y escurridizo, se hizo con las ciento veinticinco pesetas que había recaudado el muerto y se quitó de en medio, en busca de una cerveza.

Dos policías de barrio pasaron por allí, intentando no sudar al sol más que lo necesario. Bien claro estaba que no se podían llenar las comisarías con indigentes, ¡qué más quisieran! Si aquel ciudadano había decidido echarse un sueñecito sobre la acera, a pesar del ruido del tráfico, muy probablemente no estaba contraviniendo ley ninguna.

Ya de noche, el caído Pepe empezó a descomponerse. Fosforescía levemente en la oscuridad. Un halo verde dulcificaba sus rasgos de mal hombre y daba al entorno un aire de prodigio.

-Ya huele. -dijo el basurero, insensible al encanto de la imagen.- Está tieso como un poste.

De manera que le sentaron en el estribo trasero del camión y siguieron cargando las basuras hasta pasar por la comisaría.

-No tenían que haberlo tocado. -les regañaron.- Sólo los jueces pueden levantar un cadáver.

Los dos empleados de limpieza llevaban al caído Pepe a la sillita de la reina y no estaban muy dispuestos a discutir legalismos.

-¿No querrá que lo devolvamos allá? -preguntaron. Aquello podía hacerlo el juez, si tenía el capricho.

Lo sentaron en una silla. Las rodillas levantadas hacia la nariz. La luz de neón convertía la fosforescencia en una especie de bruma en torno a los ojos de José Álvarez Alto, difunto que aguardaba la resurrección de la carne.

La ciudad, poco a poco, cerraba sus compuertas. Los hombres entraban en el sueño lentamente. Debido a la iluminación, no era posible ver estrellas desde las calles: sólo farolas.
El alma de Pepe, muy lejos, meditaba. Dondequiera que estuviese, le iba a ser muy difícil sirlar. Y otra cosa no sabía hacer, salvo brillar suavemente en la noche.

Entre los guardias.

Arturo Robsy

EN UN VUELO

EN UN VUELO

Wenceslao daba besos a las ranas. En realidad daba besos a todos
los batracios, pues no distinguí­a muy bien a las ranas de los sapos.
Los perseguía infatigablemente y, una vez acorralados, lo scogí­a con
cuidado y los besaba en su boca de buzón, sumidero de libélulas.

De todas formas, no eran muchas las ranas ni muchos los sapos que
conseguía besar, pues Wenceslao era ente de ciudad. Aún así había
pillado a varios de vez en cuando.. El primero, a los siete años,
cuando estaba con la reciente impresión del cuento aquel en que la
rana resultaba príncipe encantado.

El bichejo quedó quieto y perplejo a los pies del niño Wenceslao
después del tratamiento por osculación. Desde entonces Wenceslao
creyó tener mano con las ranas y consideró que esta práctica del
boca a boca era una suerte de quiniela en la que -¿quién sabe?-
podía ganar una princesa, un castillo o, al menos un caballo blanco.
Veinticinco años después no había cambiado de opinión, aunque
era, en todo lo demás, un hombre normal, es decir, normalizado,
redactado en vulgata, con márgenes muy pequeños en el blanco folio
de los sueños. Prefería que la gente no supiera que besaba sapos y
ranas porque hoy a todo se le da un giro sexual.
Así estaban las cosas el verano en que Wenceslao atrapó a su
decimotercer sapo, que no fue sapo ni rana, pero tampoco princesa,
hada o caballo blanco. Era un enano, un Puk de Shakespeare o de
Kipling, gnomo, elfo, geniecillo o cosa así. Desnudo como una fruta
y agradecido como conviene a la tradición:
-No sé -le dijo- cómo tienes estómago para besar a un sapo, pero
gracias de todas formas.
Wenceslao también estaba muy contento porque, de repente, el
mundo mercantil y político, el mundo industrial y encadenado, era
menos real o, quizá no era toda la realidad creíble. Si le había
salido un enano del batracio, nada se oponía a que, a la próxima, le
tocara una princesa doncella con castillo o, al menos, el caballo
blanco, cartujano a ser posible.
-Debes de ser un buen hombre. -dijo el enano después de
observarle un rato.- Los malvados tienen caprichos menos inocentes,
de manera que te voy a hacer un don mágico, pero tiene que ser A).-
Algo que no te sirva para comercial. B).- Algo que no te sirva para
destruir. Y, C).- Algo que tenga que ver con tus sueños.
A Wenceslao le dio no sé qué pedir una princesa, cosa del pudor o
de la timidez, aunque también pensó que un enano tan pequeño
difícilmente las tendría en existencia. El caballo, en cambio, sí
que serviría para comerciar, y no digamos un castillo. Se acordó de
un sueño en el que él nadaba por el aire y se decidió:
-Quiero volar,. -dijo.
-Bueno. -respondió el enano. Y se escondió definitivamente entre
unos matorrales.
Luego resultó que le habían concedido unas alas de tercera, de
chico de los recados, y que no volaba más que a quince o dieciséis
kilómetros por hora, pero Wenceslao se conformaba con poco y estuvo
encantado de revolotear como un jilguero, cuidando de no subir muy
alto por si en algún momento fallaba el sortilegio.
Casi todos los hombres han volado, como demuestra el número de
agencias de viajes, pero todo los hombres han soñado con volar de
otra manera, como quien nada, riéndose y sorprendiendo a los amigos,
explicándoles que es muy fácil, que basta con mover así las manos.
Después de lo del enano era, en efecto, muy fácil, como si el aire
todo fuera un ligero plumón o un mar respirable y seco. A barlovento
convenía cerrar la boca pero, volando a sotavento, todo era calma y
silencio y se podía cantar muy bien.
Alegremente enredado en sus experimentos, Wenceslao se echaba en
el aire como en su cama o se ponía al pairo con los ojos cerrados,
meciéndose en la brisa al mismo compás que unos chopos cercanos. Así
jugueteando, se encontró en las proximidades de la ciudad, a ocho o
diez metros por encima de otros mortales que empezaban a saludarle
en alta voz y a señalarle con el dedo. Un niño trató de acertarle de
una pedrada pero, gracias a Dios, la piedra era muy chica y el brazo
muy corto aún.
El pito de un guardia terminó de volverle a la realidad. Dio
varios bandazos al descubrir a tantos cara al cielo, cara al sol,
con las manos por visera y las bocas abiertas en la sombra.
-¿Qué hace usted ahí? -le gritó el guardia, como si no lo viera.
-Vuelo. -respondió Wenceslao con precisión.
Aquí empezó su calvario, porque el guardia se puso a tocar el
pito, empeñado en que bajara para enseñarle su documentación,
incluido el permiso de conducir.
-Esto no basta. Usted vuela, de manera que, ¿dónde está su título
de piloto?
-No tengo. No conduzco ningún avión: sólo vuelo.
-¿Ah, sí? ¿Y me quiere hacer creer que vuela sin ningún aparato?
-Habrá descubierto la antigravedad. -dijo uno de los curiosos,
lector de ciencia ficción.
No llegó a mencionar al sapo besado ni al enano de las mercedes,
porque una cosas es ir a parar a la comisaría y otra muy distinta es
dar con los huesos en el manicomio.
El guardia llamó al cabo, el cabo al policía nacional, el
sargento nacional al inspector, éste al subcomisario y, al final, el
comisario tuvo que atender al negocio del hombre volador, que ya
tomaba proporciones de tumulto.
-Usted no es piloto. Hasta para volar alas delta hace falta el
título de vuelo sin motor. Todo legal. Además, hay zonas especiales
donde hacerlo: carreteras aéreas, pasillos... ¿Por qué cree que
existen los controladores? ¿Quién le dice que no estaba en el camino
de algún avión, a punto de provocar una catástrofe?
Wenceslao decía que él no, que él era un recién llegado a la
aviación, lo cual excusaba su ignorancia. Simplemente creyó
inofensivo volar tan bajito.
-¿Qué clase de aparato usaba? ¿Quién se lo vendió? ¿Dónde lo
había dejado?
El guardia del pito y los testigos dijeron que no llevaba aparato
visible y el de antes volvió a mencionar la antigravedad.
-Tiene que ser el cinturón. -indicó otro policía.
Pero el cinturón era una tira de cuero negro y algo sobado,
descolorido ya, que pocas virtudes parecía esconder. Las sospechas
no tuvieron más remedio que tomar otro camino:
-¿Está usted seguro de que este hombre volaba? -preguntó el
comisario al municipal.
El tumulto que siguió, entre juramentos y desconfianzas, lo tuvo
que solucionar el propio Wenceslao, revoloteando por la sala
mientras explicaba, como en sueños, lo fácil que era aquello. A
gritos le obligaron a aterrizar, porque el comisario era hombre que
no escribía según qué cosas en las declaraciones y siempre presumió
de mente sólida:
-No veo que haya cometido falta alguna ni menos un delito, de
manera que puede irse. Sin embargo le aconsejaría que fuera discreto
con esa... habilidad suya. La gente (y algunos guardias municipales)
es muy bestia, los campos están llenos de cazadores que regresan a
casa sin una sola pieza, de avionetas y de microligeros.
A la salida le esperaba una ambulancia, porque alguien pensó que
era necesario, por el bien de la ciencia, hacerle un reconocimiento
a fondo: T.A.C., análisis y todas esas modernas torturas.
-Puede tener usted la clave de algo trascendental para la
humanidad -le dijeron entre pinchazos- Y también hemos de averiguar
cómo son sus cromosomas, porque podría ser una extraordinaria
mutación.
Wenceslao huyó dos días después, echándose a volar desde la
ventana de su cuarto. Pero, cuando iba a entrar en su casa, vio a
dos policías que esperaban y, humilde como era, prefirió darse a la
fuga.
Los periódicos, como siempre, no sabían de la misa la media, pero
contaban una historia espeluznante sobre alguien volador que podía
ser lo mismo un extraterrestre que un electrónico aficionado. El
"Volador" había huido de quienes le custodiaban y las autoridades
temían por su vida.
Como estas eran palabras mayores, Wenceslao se concentró en la
lectura que explicaba cuales eran sus más inmediatos riesgos: los
espías de todas partes, cuadrillas multinacionales a la caza del
secreto de la antigravedad. La Segunda Bis, el Cesid y todo eso,
también dispuestos a que él, con clarísimas aplicaciones militares,
no traspasara las fronteras. La mafia, decidida a explotar las
virtudes del hombre pájaro en el contrabando de droga. Los
terroristas, interesados en él como arma más económica y silenciosa
que los bombarderos. Y los biólogos, que no pararían hasta hacerle
la autopsia.
Solo como estaba, y buen hombre como era, acabó en una iglesia, y
lo que mejor vio del Cristo al que se acercó fueron las lágrimas
terribles. En el confesionario le dijo al cura:
-Creí que volar sería hermoso.
-Vuela mejor el pensamiento que todas las aves del cielo,
incluidos los buitres. -le respondió el sacerdote, que era filósofo
a su manera.- No tengo reparos en creerte la historia de la rana y
el enano, pues mi fe me hace creer en la resurrección de los
muertos, que es cosa más difícil todavía, pero, ¿has pensado lo que
vas a hacer en adelante, hijo mío?
Como no le ayudara el confesor, él se declaraba vencido.
-¿Y qué tal si fueras a buscar al enano? Si él te dio el poder,
él te lo podrá quitar.
No era buena idea, aunque fuera la única. A Wenceslao le gustaba
volar, le encantaba la sensación de libertad y ligereza y no veía
por qué renunciar a su fortuna.
Wenceslao vive ahora en unos peñales grises que dan al sol del
mediodía., sobre el mar que es muy hermoso. La colonia de gaviotas
ha acabado aceptándole, aunque algunas le miran con relativa
desconfianza. Aún así, le han enseñado la técnica del planeo y él, a
cambio, trata de explicarles cómo pescar con caña.
Es relativamente feliz y vuela tanto como quiere. Según le
explican las gaviotas más viejas, para alcanzar la perfección sólo
necesita que le nazcan plumas. Incluso hay una, casi una polluela,
que le mira con buenos ojos, amarillos de oro, y le trae alguna
sardina que otra a la covacha. Los ecologistas ornitólogos de su
lugar secreto estuvieron a punto de traicionar su escondrijo, pero
al final todo se solucionó y lo han anillado, igual que a su
enamorada, y ha sido como una alianza de un alado matrimonio.

Arturo Robsy