5.1.06

EN UN VUELO

EN UN VUELO

Wenceslao daba besos a las ranas. En realidad daba besos a todos
los batracios, pues no distinguí­a muy bien a las ranas de los sapos.
Los perseguía infatigablemente y, una vez acorralados, lo scogí­a con
cuidado y los besaba en su boca de buzón, sumidero de libélulas.

De todas formas, no eran muchas las ranas ni muchos los sapos que
conseguía besar, pues Wenceslao era ente de ciudad. Aún así había
pillado a varios de vez en cuando.. El primero, a los siete años,
cuando estaba con la reciente impresión del cuento aquel en que la
rana resultaba príncipe encantado.

El bichejo quedó quieto y perplejo a los pies del niño Wenceslao
después del tratamiento por osculación. Desde entonces Wenceslao
creyó tener mano con las ranas y consideró que esta práctica del
boca a boca era una suerte de quiniela en la que -¿quién sabe?-
podía ganar una princesa, un castillo o, al menos un caballo blanco.
Veinticinco años después no había cambiado de opinión, aunque
era, en todo lo demás, un hombre normal, es decir, normalizado,
redactado en vulgata, con márgenes muy pequeños en el blanco folio
de los sueños. Prefería que la gente no supiera que besaba sapos y
ranas porque hoy a todo se le da un giro sexual.
Así estaban las cosas el verano en que Wenceslao atrapó a su
decimotercer sapo, que no fue sapo ni rana, pero tampoco princesa,
hada o caballo blanco. Era un enano, un Puk de Shakespeare o de
Kipling, gnomo, elfo, geniecillo o cosa así. Desnudo como una fruta
y agradecido como conviene a la tradición:
-No sé -le dijo- cómo tienes estómago para besar a un sapo, pero
gracias de todas formas.
Wenceslao también estaba muy contento porque, de repente, el
mundo mercantil y político, el mundo industrial y encadenado, era
menos real o, quizá no era toda la realidad creíble. Si le había
salido un enano del batracio, nada se oponía a que, a la próxima, le
tocara una princesa doncella con castillo o, al menos, el caballo
blanco, cartujano a ser posible.
-Debes de ser un buen hombre. -dijo el enano después de
observarle un rato.- Los malvados tienen caprichos menos inocentes,
de manera que te voy a hacer un don mágico, pero tiene que ser A).-
Algo que no te sirva para comercial. B).- Algo que no te sirva para
destruir. Y, C).- Algo que tenga que ver con tus sueños.
A Wenceslao le dio no sé qué pedir una princesa, cosa del pudor o
de la timidez, aunque también pensó que un enano tan pequeño
difícilmente las tendría en existencia. El caballo, en cambio, sí
que serviría para comerciar, y no digamos un castillo. Se acordó de
un sueño en el que él nadaba por el aire y se decidió:
-Quiero volar,. -dijo.
-Bueno. -respondió el enano. Y se escondió definitivamente entre
unos matorrales.
Luego resultó que le habían concedido unas alas de tercera, de
chico de los recados, y que no volaba más que a quince o dieciséis
kilómetros por hora, pero Wenceslao se conformaba con poco y estuvo
encantado de revolotear como un jilguero, cuidando de no subir muy
alto por si en algún momento fallaba el sortilegio.
Casi todos los hombres han volado, como demuestra el número de
agencias de viajes, pero todo los hombres han soñado con volar de
otra manera, como quien nada, riéndose y sorprendiendo a los amigos,
explicándoles que es muy fácil, que basta con mover así las manos.
Después de lo del enano era, en efecto, muy fácil, como si el aire
todo fuera un ligero plumón o un mar respirable y seco. A barlovento
convenía cerrar la boca pero, volando a sotavento, todo era calma y
silencio y se podía cantar muy bien.
Alegremente enredado en sus experimentos, Wenceslao se echaba en
el aire como en su cama o se ponía al pairo con los ojos cerrados,
meciéndose en la brisa al mismo compás que unos chopos cercanos. Así
jugueteando, se encontró en las proximidades de la ciudad, a ocho o
diez metros por encima de otros mortales que empezaban a saludarle
en alta voz y a señalarle con el dedo. Un niño trató de acertarle de
una pedrada pero, gracias a Dios, la piedra era muy chica y el brazo
muy corto aún.
El pito de un guardia terminó de volverle a la realidad. Dio
varios bandazos al descubrir a tantos cara al cielo, cara al sol,
con las manos por visera y las bocas abiertas en la sombra.
-¿Qué hace usted ahí? -le gritó el guardia, como si no lo viera.
-Vuelo. -respondió Wenceslao con precisión.
Aquí empezó su calvario, porque el guardia se puso a tocar el
pito, empeñado en que bajara para enseñarle su documentación,
incluido el permiso de conducir.
-Esto no basta. Usted vuela, de manera que, ¿dónde está su título
de piloto?
-No tengo. No conduzco ningún avión: sólo vuelo.
-¿Ah, sí? ¿Y me quiere hacer creer que vuela sin ningún aparato?
-Habrá descubierto la antigravedad. -dijo uno de los curiosos,
lector de ciencia ficción.
No llegó a mencionar al sapo besado ni al enano de las mercedes,
porque una cosas es ir a parar a la comisaría y otra muy distinta es
dar con los huesos en el manicomio.
El guardia llamó al cabo, el cabo al policía nacional, el
sargento nacional al inspector, éste al subcomisario y, al final, el
comisario tuvo que atender al negocio del hombre volador, que ya
tomaba proporciones de tumulto.
-Usted no es piloto. Hasta para volar alas delta hace falta el
título de vuelo sin motor. Todo legal. Además, hay zonas especiales
donde hacerlo: carreteras aéreas, pasillos... ¿Por qué cree que
existen los controladores? ¿Quién le dice que no estaba en el camino
de algún avión, a punto de provocar una catástrofe?
Wenceslao decía que él no, que él era un recién llegado a la
aviación, lo cual excusaba su ignorancia. Simplemente creyó
inofensivo volar tan bajito.
-¿Qué clase de aparato usaba? ¿Quién se lo vendió? ¿Dónde lo
había dejado?
El guardia del pito y los testigos dijeron que no llevaba aparato
visible y el de antes volvió a mencionar la antigravedad.
-Tiene que ser el cinturón. -indicó otro policía.
Pero el cinturón era una tira de cuero negro y algo sobado,
descolorido ya, que pocas virtudes parecía esconder. Las sospechas
no tuvieron más remedio que tomar otro camino:
-¿Está usted seguro de que este hombre volaba? -preguntó el
comisario al municipal.
El tumulto que siguió, entre juramentos y desconfianzas, lo tuvo
que solucionar el propio Wenceslao, revoloteando por la sala
mientras explicaba, como en sueños, lo fácil que era aquello. A
gritos le obligaron a aterrizar, porque el comisario era hombre que
no escribía según qué cosas en las declaraciones y siempre presumió
de mente sólida:
-No veo que haya cometido falta alguna ni menos un delito, de
manera que puede irse. Sin embargo le aconsejaría que fuera discreto
con esa... habilidad suya. La gente (y algunos guardias municipales)
es muy bestia, los campos están llenos de cazadores que regresan a
casa sin una sola pieza, de avionetas y de microligeros.
A la salida le esperaba una ambulancia, porque alguien pensó que
era necesario, por el bien de la ciencia, hacerle un reconocimiento
a fondo: T.A.C., análisis y todas esas modernas torturas.
-Puede tener usted la clave de algo trascendental para la
humanidad -le dijeron entre pinchazos- Y también hemos de averiguar
cómo son sus cromosomas, porque podría ser una extraordinaria
mutación.
Wenceslao huyó dos días después, echándose a volar desde la
ventana de su cuarto. Pero, cuando iba a entrar en su casa, vio a
dos policías que esperaban y, humilde como era, prefirió darse a la
fuga.
Los periódicos, como siempre, no sabían de la misa la media, pero
contaban una historia espeluznante sobre alguien volador que podía
ser lo mismo un extraterrestre que un electrónico aficionado. El
"Volador" había huido de quienes le custodiaban y las autoridades
temían por su vida.
Como estas eran palabras mayores, Wenceslao se concentró en la
lectura que explicaba cuales eran sus más inmediatos riesgos: los
espías de todas partes, cuadrillas multinacionales a la caza del
secreto de la antigravedad. La Segunda Bis, el Cesid y todo eso,
también dispuestos a que él, con clarísimas aplicaciones militares,
no traspasara las fronteras. La mafia, decidida a explotar las
virtudes del hombre pájaro en el contrabando de droga. Los
terroristas, interesados en él como arma más económica y silenciosa
que los bombarderos. Y los biólogos, que no pararían hasta hacerle
la autopsia.
Solo como estaba, y buen hombre como era, acabó en una iglesia, y
lo que mejor vio del Cristo al que se acercó fueron las lágrimas
terribles. En el confesionario le dijo al cura:
-Creí que volar sería hermoso.
-Vuela mejor el pensamiento que todas las aves del cielo,
incluidos los buitres. -le respondió el sacerdote, que era filósofo
a su manera.- No tengo reparos en creerte la historia de la rana y
el enano, pues mi fe me hace creer en la resurrección de los
muertos, que es cosa más difícil todavía, pero, ¿has pensado lo que
vas a hacer en adelante, hijo mío?
Como no le ayudara el confesor, él se declaraba vencido.
-¿Y qué tal si fueras a buscar al enano? Si él te dio el poder,
él te lo podrá quitar.
No era buena idea, aunque fuera la única. A Wenceslao le gustaba
volar, le encantaba la sensación de libertad y ligereza y no veía
por qué renunciar a su fortuna.
Wenceslao vive ahora en unos peñales grises que dan al sol del
mediodía., sobre el mar que es muy hermoso. La colonia de gaviotas
ha acabado aceptándole, aunque algunas le miran con relativa
desconfianza. Aún así, le han enseñado la técnica del planeo y él, a
cambio, trata de explicarles cómo pescar con caña.
Es relativamente feliz y vuela tanto como quiere. Según le
explican las gaviotas más viejas, para alcanzar la perfección sólo
necesita que le nazcan plumas. Incluso hay una, casi una polluela,
que le mira con buenos ojos, amarillos de oro, y le trae alguna
sardina que otra a la covacha. Los ecologistas ornitólogos de su
lugar secreto estuvieron a punto de traicionar su escondrijo, pero
al final todo se solucionó y lo han anillado, igual que a su
enamorada, y ha sido como una alianza de un alado matrimonio.

Arturo Robsy